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Tomás Alonso
Guest
Por muchos años, Panamá ha vivido entre dos mundos: el de las recomendaciones internacionales —esas que escuchamos con siglas respetables como OCDE, FMI o GAFI— y el de la realidad cotidiana del panameño que hace fila buscando medicinas, esquiva huecos camino al trabajo y siente que el Estado es un Robin Hood invertido, mientras ve sectores que parecen vivir en una eterna temporada de descuentos.
Estos organismos representan intereses de países grandes, con economías robustas y sistemas tributarios que recaudan en un mes lo que Panamá recauda en un año. El problema es que, cada cierto tiempo, llegan con manuales escritos para países donde la informalidad es de 5%, la confianza institucional ronda el 90% y la gente paga impuestos sin hacer preguntas porque el Estado sí les resuelve. Aquí no pasa eso.
Si Panamá adoptara todas esas recetas, sería como cuando uno quiere bajar de peso y le recomiendan comer salmón orgánico, kale y quinoa… mientras uno vive en el mundo real, viendo cómo llega a la próxima quincena, donde el desayuno es empanada con salchicha guisada y café. La intención es buena, pero la recomendación no entiende la realidad.
Hace poco, un cliente me contó una anécdota. Fue a comprar materiales de construcción y le ofrecieron un impermeabilizante alemán “fabricado bajo los más altos estándares de ingeniería europea”. Él respondió sin titubear:—¡No! Si eso no está probado bajo los aguaceros panameños, con sol de 35 grados y humedad del 97%, a mí no me sirve de nada.
Y cuánta razón tiene. Lo que funciona en Hamburgo no necesariamente funciona en Aguadulce.
Con la política fiscal pasa exactamente lo mismo.
Aun así, es importante reconocer nuestra realidad: Panamá no es cualquier país. Es un hub comercial, logístico y financiero con conexiones globales que dependen de la confianza internacional. Por nuestra ubicación y el rol que jugamos en el comercio mundial, no podemos darnos el lujo de ignorar estándares, listas, evaluaciones y recomendaciones. Seguir ciertas directrices internacionales no es un acto de sumisión, sino una necesidad para proteger nuestra competitividad.
Pero —y este es el punto clave— no podemos enfocarnos tanto en satisfacer a París o Washington que descuidemos San Miguelito, Tortí o Colón.
La política interior debe fortalecerse al mismo nivel que las obligaciones externas. Porque sin una casa ordenada, ningún sello de “cumplimiento internacional” nos va a salvar de nuestras propias tormentas.
Sí, Panamá necesita reformas. Sí, necesitamos ordenar el gasto, modernizar la DGI, depurar exoneraciones inútiles, mejorar la trazabilidad económica, revisar el ordenamiento territorial y fortalecer instituciones. Todo esto siempre equilibrando soberanía y cooperación internacional, no eligiendo una sobre la otra.
La alternativa es clara: si Panamá no diseña su propio arreglo fiscal, nos lo diseñarán desde afuera. Y cuando eso pasa, la solución siempre duele más, consulta menos y no llega donde debería llegar.
Si Nayib Bukele hubiera gobernado siguiendo al milímetro los manuales internacionales de derechos humanos, probablemente nunca habría aplicado las medidas radicales que transformaron su país. No se trata de violar derechos o ignorar estándares globales, sino de reconocer que cada país tiene su propia tormenta, y no todas se resuelven con paraguas importados.
Panamá está en un punto donde necesita soluciones integrales, no solo fiscales: educación, empleo, institucionalidad, planificación, transparencia y cultura cívica. Todo eso influye en la recaudación tanto como la ley más perfecta del mundo.
Como diría mi cliente: “Si no está hecho para el clima panameño, mejor no me lo vendan.”
Y tiene razón: en impermeabilizantes… y en política fiscal.
El autor es abogado y analista de temas jurídicos y culturales.
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Estos organismos representan intereses de países grandes, con economías robustas y sistemas tributarios que recaudan en un mes lo que Panamá recauda en un año. El problema es que, cada cierto tiempo, llegan con manuales escritos para países donde la informalidad es de 5%, la confianza institucional ronda el 90% y la gente paga impuestos sin hacer preguntas porque el Estado sí les resuelve. Aquí no pasa eso.
Si Panamá adoptara todas esas recetas, sería como cuando uno quiere bajar de peso y le recomiendan comer salmón orgánico, kale y quinoa… mientras uno vive en el mundo real, viendo cómo llega a la próxima quincena, donde el desayuno es empanada con salchicha guisada y café. La intención es buena, pero la recomendación no entiende la realidad.
Hace poco, un cliente me contó una anécdota. Fue a comprar materiales de construcción y le ofrecieron un impermeabilizante alemán “fabricado bajo los más altos estándares de ingeniería europea”. Él respondió sin titubear:—¡No! Si eso no está probado bajo los aguaceros panameños, con sol de 35 grados y humedad del 97%, a mí no me sirve de nada.
Y cuánta razón tiene. Lo que funciona en Hamburgo no necesariamente funciona en Aguadulce.
Con la política fiscal pasa exactamente lo mismo.
Aun así, es importante reconocer nuestra realidad: Panamá no es cualquier país. Es un hub comercial, logístico y financiero con conexiones globales que dependen de la confianza internacional. Por nuestra ubicación y el rol que jugamos en el comercio mundial, no podemos darnos el lujo de ignorar estándares, listas, evaluaciones y recomendaciones. Seguir ciertas directrices internacionales no es un acto de sumisión, sino una necesidad para proteger nuestra competitividad.
Pero —y este es el punto clave— no podemos enfocarnos tanto en satisfacer a París o Washington que descuidemos San Miguelito, Tortí o Colón.
La política interior debe fortalecerse al mismo nivel que las obligaciones externas. Porque sin una casa ordenada, ningún sello de “cumplimiento internacional” nos va a salvar de nuestras propias tormentas.
Sí, Panamá necesita reformas. Sí, necesitamos ordenar el gasto, modernizar la DGI, depurar exoneraciones inútiles, mejorar la trazabilidad económica, revisar el ordenamiento territorial y fortalecer instituciones. Todo esto siempre equilibrando soberanía y cooperación internacional, no eligiendo una sobre la otra.
La alternativa es clara: si Panamá no diseña su propio arreglo fiscal, nos lo diseñarán desde afuera. Y cuando eso pasa, la solución siempre duele más, consulta menos y no llega donde debería llegar.
Si Nayib Bukele hubiera gobernado siguiendo al milímetro los manuales internacionales de derechos humanos, probablemente nunca habría aplicado las medidas radicales que transformaron su país. No se trata de violar derechos o ignorar estándares globales, sino de reconocer que cada país tiene su propia tormenta, y no todas se resuelven con paraguas importados.
Panamá está en un punto donde necesita soluciones integrales, no solo fiscales: educación, empleo, institucionalidad, planificación, transparencia y cultura cívica. Todo eso influye en la recaudación tanto como la ley más perfecta del mundo.
Como diría mi cliente: “Si no está hecho para el clima panameño, mejor no me lo vendan.”
Y tiene razón: en impermeabilizantes… y en política fiscal.
El autor es abogado y analista de temas jurídicos y culturales.
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