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Mauricio Diaz
Guest
Dicen que la biología de la conservación se ha vuelto la más deprimente de las ciencias. Y algo de razón hay: en su empeño por mostrarnos evidencia de las amenazas que pesan sobre nuestra naturaleza, suele recurrir a un lenguaje de catástrofe que, más que movilizar, paraliza. No se trata de ignorar la realidad: alertar sobre los problemas urgentes del cambio climático, la destrucción de hábitats y la rapidez con la que se extinguen las especies es una tarea esencial. Pero la ciencia sabe también que el ser humano solo redobla sus esfuerzos cuando siente que vale la pena.
Recuerdo una charla con gente entrañablemente comprometida con la conservación; mientras hablábamos de diagnósticos y estrategias, alguien lanzó una idea desarmante en su sencillez: hay que hacer que la gente se enamore del monte. Un cambio de enfoque que invita a recuperar ese vínculo íntimo con la naturaleza y dejarse cautivar por la sensualidad de un paisaje donde aún es posible defender la vida. A veces conviene volver a lo simple para entender la profundidad de lo que nos conecta y nos sostiene.
Hay motivos para la esperanza en la inmensa riqueza natural de nuestro país. Recientemente se ha logrado identificar y documentar 87 Áreas Importantes de Plantas de Bolivia (IPA), fruto de un esfuerzo colaborativo entre botánicos, herbarios, instituciones científicas nacionales e internacionales, y comunidades locales. En muchos de estos territorios, el conocimiento indígena ha sido decisivo: las plantas no son solo especies a proteger, sino parte viva de la identidad, los saberes y las prácticas cotidianas que sostienen a los pueblos. Esta red de sitios reúne información rigurosa sobre especies endémicas, amenazadas y de alto valor cultural y económico, y constituye una herramienta concreta para orientar la conservación. Más que un logro científico, es un trabajo colectivo que fortalece las capacidades del país y ayuda a encaminar los compromisos internacionales que Bolivia asumió para proteger su biodiversidad y restaurar sus ecosistemas.
La COP30, celebrada en Belém, dejó claro que países megadiversos como el nuestro no solo llegan con urgencias, sino también con oportunidades. Pero también recordó que la crisis climática y la pérdida de biodiversidad avanzan juntas, mientras sus agendas suelen caminar por separado. Los anuncios de Belém —desde el Fondo de Bosques Tropicales para Siempre hasta nuevos mecanismos de restauración y adaptación— abren puertas reales, pero exigen algo que Bolivia todavía debe construir con seriedad: instituciones sólidas, capacidades técnicas y una gestión transparente que permita que esos recursos se traduzcan en resultados.
En tiempos en que el optimismo parece una forma de ingenuidad, estos mecanismos ofrecen, al menos, la posibilidad de construir una estrategia que acerque la política pública a las comunidades que resguardan sus territorios, y dé sentido a los compromisos climáticos más allá de la retórica de las cumbres. En ese horizonte, las IPA y otras áreas de alto valor de conservación trazan un mapa posible: muestran que la conservación no es un acto de renuncia, sino una elección de vida. Al final, más allá de los acuerdos y fondos prometidos, todo depende de nuestra capacidad de imaginar un futuro que merezca ser alcanzado, porque nadie avanza hacia un horizonte que imagina perdido. Tal vez toda utopía empiece así: en un gesto íntimo de cuidado, en la decisión de amar, incluso en tiempos difíciles, la tierra que todavía guarda su promesa.
The post Enamorarse del monte appeared first on La Razón.
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Recuerdo una charla con gente entrañablemente comprometida con la conservación; mientras hablábamos de diagnósticos y estrategias, alguien lanzó una idea desarmante en su sencillez: hay que hacer que la gente se enamore del monte. Un cambio de enfoque que invita a recuperar ese vínculo íntimo con la naturaleza y dejarse cautivar por la sensualidad de un paisaje donde aún es posible defender la vida. A veces conviene volver a lo simple para entender la profundidad de lo que nos conecta y nos sostiene.
Hay motivos para la esperanza en la inmensa riqueza natural de nuestro país. Recientemente se ha logrado identificar y documentar 87 Áreas Importantes de Plantas de Bolivia (IPA), fruto de un esfuerzo colaborativo entre botánicos, herbarios, instituciones científicas nacionales e internacionales, y comunidades locales. En muchos de estos territorios, el conocimiento indígena ha sido decisivo: las plantas no son solo especies a proteger, sino parte viva de la identidad, los saberes y las prácticas cotidianas que sostienen a los pueblos. Esta red de sitios reúne información rigurosa sobre especies endémicas, amenazadas y de alto valor cultural y económico, y constituye una herramienta concreta para orientar la conservación. Más que un logro científico, es un trabajo colectivo que fortalece las capacidades del país y ayuda a encaminar los compromisos internacionales que Bolivia asumió para proteger su biodiversidad y restaurar sus ecosistemas.
La COP30, celebrada en Belém, dejó claro que países megadiversos como el nuestro no solo llegan con urgencias, sino también con oportunidades. Pero también recordó que la crisis climática y la pérdida de biodiversidad avanzan juntas, mientras sus agendas suelen caminar por separado. Los anuncios de Belém —desde el Fondo de Bosques Tropicales para Siempre hasta nuevos mecanismos de restauración y adaptación— abren puertas reales, pero exigen algo que Bolivia todavía debe construir con seriedad: instituciones sólidas, capacidades técnicas y una gestión transparente que permita que esos recursos se traduzcan en resultados.
En tiempos en que el optimismo parece una forma de ingenuidad, estos mecanismos ofrecen, al menos, la posibilidad de construir una estrategia que acerque la política pública a las comunidades que resguardan sus territorios, y dé sentido a los compromisos climáticos más allá de la retórica de las cumbres. En ese horizonte, las IPA y otras áreas de alto valor de conservación trazan un mapa posible: muestran que la conservación no es un acto de renuncia, sino una elección de vida. Al final, más allá de los acuerdos y fondos prometidos, todo depende de nuestra capacidad de imaginar un futuro que merezca ser alcanzado, porque nadie avanza hacia un horizonte que imagina perdido. Tal vez toda utopía empiece así: en un gesto íntimo de cuidado, en la decisión de amar, incluso en tiempos difíciles, la tierra que todavía guarda su promesa.
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