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Laura Martínez Quesada
Guest
Finaliza, raptada por la industria petrolera, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30), celebrada en el corazón de la Amazonía, en Belém, Brasil. Esta nueva cita será recordada tanto por el ingreso, en pleno espacio de conferencias, de las protestas de los pueblos indígenas como por la profunda incoherencia del país anfitrión, que simultáneamente abría la frontera petrolera en la Amazonía brasileña. Esta será la foto que perdure, pues simboliza lo que finalmente quedó plasmado en los acuerdos o desacuerdos, según se mire.
Tras tres décadas de negociaciones climáticas, esta cita se desarrolló en la “ausencia” de Estados Unidos y el “silencio” de China, las dos mayores economías y principales emisoras de gases de efecto invernadero del planeta. Esta “indiferencia” podría haber abierto la posibilidad de construir una agenda un poco menos marcada por la injerencia de los imperialismos dominantes; sin embargo, sus intereses quedaron garantizados gracias a un hecho contundente: esta fue la cumbre con más lobistas de combustibles fósiles en la historia, uno de cada 25 asistentes, para un total de 1.600, según la coalición Kick Big Polluters Out (KBPO, Echen a los Grandes Contaminadores).
A ellos se les sumó el derecho a veto de los Estados petroleros, que bloquea cualquier mención y mucho menos compromisos que limite los combustibles fósiles. La magnitud de este poder se reflejó con crudeza en los resultados finales de la COP30. Gobiernos petroleros y numerosos lobistas ingresaron como parte de delegaciones oficiales, es decir, con credenciales que les otorgan acceso directo a los espacios de decisión y, además, con la amenaza permanente de vetar cualquier propuesta que les afecte. Esto les permite operar en bloque para presionar, bloquear o aislar a pequeñas delegaciones vulnerables, como las de los países insulares del Pacífico, quienes enfrentan de forma dramática el aumento del nivel del mar.
Este cabildeo de lobista constituye un claro conflicto de intereses y no actúa de manera transparente. Se disfraza de confites envenenados: donaciones, financiamientos, proyectos, consultorías y promesas dirigidas a países y comunidades abandonadas a la intemperie del colapso climático. De cumbre en cumbre, y a lo largo de los encuentros preparatorios, han logrado que la industria fósil, nuclear y bélica, responsable de devastación ambiental y de guerras genocidas, se presente como profeta verde, ocupando espacios para bloquear toda prohibición real a su negocio ecocida.
El lobby actúa como una especie de “sicariato climático” que, ya sea mediante placebos o garrote, cumple siempre su objetivo. Aunque una mayoría de países apoyaba incluir una declaración explícita sobre el fin de los combustibles fósiles como responsables centrales de la emergencia climática, las grandes industrias lograron eliminar toda mención al tema.
En teoría, esta COP debía definir una estrategia vinculante para la eliminación progresiva de los combustibles fósiles, con plazos y obligaciones específicas. En cambio, lo que se aprobó fueron mecanismos voluntarios, sin compromisos firmes ni reconocimiento pleno de la responsabilidad histórica, la deuda ecológica y las capacidades diferenciadas entre países. En lugar de reducciones reales de emisiones, se vuelve a apostar por operaciones numéricas, contabilidades ilusorias y seguir pateando para adelante un acuerdo a la altura de la emergencia climática que arrecia.
Persistimos así en una arquitectura global de acuerdos diseñados de una manera tan codificada como inútil, que asegura cambiar todo sin cambiar nada del fondo del problema. La lógica dominante sigue siendo la mentalidad matemático–religiosa del “peca y reza empata”: mientras se pueda demostrar un supuesto “cero neto” en las emisiones, se mantiene el derecho a seguir extrayendo y quemando combustibles fósiles, mientras se obtienen ganancias mediante un menú de falsas y cosméticas soluciones, con las cuales el camino al infierno climático está pavimentado.
Este secuestro por parte del lobby fósil no es nuevo; está presente desde el origen mismo de las COP. Pero ahora ocurre en un momento en el que el tiempo se agotó y nos precipitamos hacia los peores escenarios que puede enfrentar la especie humana, incluida su posible extinción.
Claro que habrá cosas positivas que señalar sobre articulaciones y movilizaciones sociales, agendas reales de los pueblos, la presencia y la fuerza de muchos pueblos originarios, o que los gobiernos hacen muchas promesas y firman todo lo que se les ponga enfrente. También que se mantendrá o aumentará el financiamiento para quienes se apunten a legitimar esta apuesta a la distopía y menos para los críticos. Pero bueno, eso que lo digan los menos realistas.
Lo que uno puede ver sin necesidad de ir a la COP es que estos acuerdos están a la altura de la crisis ética que atraviesa la sociedad; que quizá nuestro momento más civilizado fue cuando aún no nos habíamos bajado de los árboles; que hay que abrazar el fracaso de este tipo de espacios y asumir la libertad de construir desde otros lugares; que, aunque estemos viviendo el ocaso del futuro, se vale todo menos la parálisis; y que, desde la dignidad y los pequeños esfuerzos, seguimos construyendo una post-humanidad.
Tal vez, de aquí en adelante, la movilización ambiental ya no solo se trate de garantizar nuestra propia supervivencia, sino de asegurar que otras especies puedan florecer después de nosotros y que el planeta nos sobreviva. Posiblemente sea tiempo de fortalecer una ética inter y trans-solidaria entre especies y con la vida que continúa, incluso sin la humanidad. Quizás esa sea nuestra función ecológica final: facilitar la persistencia de otras especies más amorosas con su entorno, para que puedan equilibrar los ciclos vitales y, en esa continuidad de la vida, superar nuestras miserias como especie.
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