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Jorge E. Silva Melo
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El reciente Índice de Burocracia 2025, elaborado por el Adam Smith Center for Economic Freedom, evidencia una paradoja alarmante para Panamá: mientras que operar una empresa formalmente requiere pocas horas anuales en comparación regional, abrir un negocio nuevo puede implicar un laberinto de trámites que disuaden a muchos emprendedores. Esta asimetría burocrática no es un asunto técnico: tiene consecuencias directas sobre el desarrollo económico y la generación de empleo en el país.
Según el índice, abrir una empresa mediana en la región exige en promedio 1,850 horas dedicadas exclusivamente a trámites administrativos.
Panamá se ubica entre los países con los peores resultados en ese indicador, lo que revela elevados costos de entrada al mercado formal. Esa carga inicial desalienta la creación de nuevas empresas y fomenta la informalidad, una señal de alerta para la competitividad y la inclusión económica.
El tiempo dedicado a trámites no es tiempo productivo. Cada hora invertida en burocracia representa una pérdida potencial de eficiencia, innovación y valor agregado. A nivel macro, estos costos se traducen en menor inversión privada, menor dinamismo empresarial y, en consecuencia, menor creación de empleo formal. Estudios internacionales han asociado la rigidez regulatoria y la burocracia con menores tasas de inversión y con menor crecimiento del empleo privado.
Un claro ejemplo está en el sector construcción: en 2024, la inversión privada en ese rubro sufrió una caída del 20.9 %, una tendencia que consultores atribuyen directamente a la “burocracia e incertidumbre”. Esa retracción no solo afecta al sector en sí, sino a proveedores, mano de obra, comercio relacionado y, en un país como el nuestro, al empleo formal en toda la cadena productiva.
Más allá de los costos directos, la burocracia excesiva alimenta incentivos para la corrupción, el uso de intermediarios informales y la evasión. Cuando los procesos son largos, engorrosos o poco transparentes, muchas empresas optan por operar al margen de la ley, lo que erosiona los ingresos fiscales y degrada la calidad institucional.
Parte del problema radica en un Estado con una estructura burocrática sobredimensionada, regulaciones rígidas y poca agilidad. La burocracia devora recursos que podrían dirigirse a inversión productiva, fortalecimiento institucional o incentivos de desarrollo, transformando al gobierno en un freno más que en un aliado del crecimiento.
Panamá tiene dos opciones claras: continuar con procesos administrativos excesivos que ralentizan el emprendimiento y la formalización, o adoptar una reforma profunda de la burocracia: simplificación de trámites, digitalización, transparencia y cooperación público-privada, que impulse la competitividad, la inversión y el empleo. En un entorno global cada vez más competitivo, la agilidad institucional deja de ser un lujo para convertirse en una necesidad estratégica.
El autor es empresario.
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Según el índice, abrir una empresa mediana en la región exige en promedio 1,850 horas dedicadas exclusivamente a trámites administrativos.
Panamá se ubica entre los países con los peores resultados en ese indicador, lo que revela elevados costos de entrada al mercado formal. Esa carga inicial desalienta la creación de nuevas empresas y fomenta la informalidad, una señal de alerta para la competitividad y la inclusión económica.
El tiempo dedicado a trámites no es tiempo productivo. Cada hora invertida en burocracia representa una pérdida potencial de eficiencia, innovación y valor agregado. A nivel macro, estos costos se traducen en menor inversión privada, menor dinamismo empresarial y, en consecuencia, menor creación de empleo formal. Estudios internacionales han asociado la rigidez regulatoria y la burocracia con menores tasas de inversión y con menor crecimiento del empleo privado.
Un claro ejemplo está en el sector construcción: en 2024, la inversión privada en ese rubro sufrió una caída del 20.9 %, una tendencia que consultores atribuyen directamente a la “burocracia e incertidumbre”. Esa retracción no solo afecta al sector en sí, sino a proveedores, mano de obra, comercio relacionado y, en un país como el nuestro, al empleo formal en toda la cadena productiva.
Más allá de los costos directos, la burocracia excesiva alimenta incentivos para la corrupción, el uso de intermediarios informales y la evasión. Cuando los procesos son largos, engorrosos o poco transparentes, muchas empresas optan por operar al margen de la ley, lo que erosiona los ingresos fiscales y degrada la calidad institucional.
Parte del problema radica en un Estado con una estructura burocrática sobredimensionada, regulaciones rígidas y poca agilidad. La burocracia devora recursos que podrían dirigirse a inversión productiva, fortalecimiento institucional o incentivos de desarrollo, transformando al gobierno en un freno más que en un aliado del crecimiento.
Panamá tiene dos opciones claras: continuar con procesos administrativos excesivos que ralentizan el emprendimiento y la formalización, o adoptar una reforma profunda de la burocracia: simplificación de trámites, digitalización, transparencia y cooperación público-privada, que impulse la competitividad, la inversión y el empleo. En un entorno global cada vez más competitivo, la agilidad institucional deja de ser un lujo para convertirse en una necesidad estratégica.
El autor es empresario.
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