Una confesión que estremece los cimientos institucionales

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Rogelio Mata

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Durante una visita oficial a Costa Rica, el presidente José Raúl Mulino narró una anécdota que él mismo intentó presentar como un gesto de firmeza política. Sin embargo, su contenido revela algo mucho más grave: la admisión pública de una amenaza directa contra el Tribunal Electoral (TE). Según relató, en los días previos a las elecciones de mayo de 2024 dijo a los magistrados: “si ustedes se prestan para no dejarme correr, les prendo este país por las cuatro esquinas”. Esta frase, lejos de ser un comentario pintoresco, constituye una señal de alarma para la institucionalidad panameña.

Esta confesión adquiere una dimensión histórica cuando se recuerda el rol del Tribunal Electoral desde la transición democrática posterior a 1989. El TE fue concebido como una institución autónoma destinada a impedir que las presiones políticas determinaran la participación electoral. Aun con sus límites, representaba uno de los pilares más estables del sistema republicano. Por ello, que un presidente afirme haber condicionado su actuación mediante intimidación implica un retroceso hacia prácticas propias de épocas donde la fuerza prevalecía sobre la norma.

El contexto de esta amenaza agrava su significado. Mulino no era originalmente candidato presidencial: reemplazó a Ricardo Martinelli tras su inhabilitación por una condena por blanqueo de capitales. Su inclusión en la papeleta ocurrió en un ambiente de tensión y vacíos jurídicos. Al confesar que presionó al TE para asegurar su candidatura, introduce una duda inquietante: ¿hubo plena libertad institucional para decidir? La legitimidad democrática no depende únicamente del conteo de votos, sino también de que el acceso a la competencia electoral sea libre de coacción.

Este episodio no puede comprenderse sin analizar las crisis sociales de 2022 y 2023. La crisis de 2022, motivada inicialmente por el alza de combustibles y alimentos, fue en realidad la explosión del descontento acumulado ante un modelo económico profundamente desigual y un sistema de partidos desconectado de la ciudadanía. La crisis de 2023, desatada por la aprobación del contrato minero, profundizó esa ruptura: cientos de miles de panameños salieron a las calles no solo contra el contrato, sino contra un Estado percibido como capturado por intereses privados y ajeno al interés nacional.

El desenlace político de estas dos crisis se manifestó con claridad el 5 de mayo de 2024, cuando la ciudadanía castigó al sistema político tradicional en las urnas. Lo ocurrido ese día no fue simplemente una elección más, sino una ruptura electoral: millones de panameños votaron contra las élites partidarias que habían perdido autoridad moral, contra la corrupción persistente y contra un modelo institucional incapaz de responder a las demandas sociales. La derrota histórica del PRD, sumada al derrumbe de las fuerzas tradicionales, confirmó que las protestas de ambos años no fueron episodios aislados, sino etapas de un mismo proceso de desgaste profundo del orden político surgido tras 1989.

En ese clima de desconfianza generalizada, amenazas como la confesada por Mulino se vuelven posibles y, peor aún, tolerables. Un país que ya percibe sus instituciones como debilitadas es más vulnerable a formas informales de ejercicio del poder. La política deja de ser un espacio regulado por normas para convertirse en un terreno donde la fuerza, la presión y el cálculo sustituyen la autoridad legítima.

Aún más preocupante es el silencio del Tribunal Electoral. No hubo aclaración, desmentido ni defensa pública de su independencia. Ese silencio erosiona la confianza ciudadana. Las instituciones no solo deben actuar con autonomía; deben parecer autónomas. La democracia no sobrevive cuando el árbitro parece temerle a los jugadores.

La confesión de Mulino revela una peligrosa confusión entre autoridad y fuerza. La autoridad nace del respeto a la ley y de la legitimidad; la fuerza, de la capacidad de imponer o amenazar. Cuando un presidente afirma haber logrado su candidatura mediante intimidación, transforma la cultura política y envía un mensaje destructivo: que la voluntad del gobernante puede situarse por encima de la legalidad.

Panamá merece algo distinto. Los cimientos de una república se sostienen sobre instituciones capaces de resistir presiones, no sobre líderes que confunden la bravata con la gobernanza. La confesión de Mulino no es un simple desliz; es un espejo que refleja la fragilidad del momento histórico que atravesamos.

El autor es especialista en Ciencias Sociales.

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