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Tráfico que enferma
El tráfico no es solo un tema de movilidad: es una crisis de salud pública, desarrollo y liderazgo.
Ricardo Calderón
13 de diciembre de 2025
|
00:00h
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Guatemala vive una crisis de movilidad que ya va más allá de los embotellamientos: es un problema de salud pública, desarrollo económico y gobernanza. En la capital y sus alrededores, la congestión es crónica. En corredores como la carretera a El Salvador, Aguilar Batres, Roosevelt o calle Martí, un trayecto de 10 kilómetros puede tardar hasta dos horas de ida y dos más de regreso, y mucho más si sucede un accidente. Cientos de miles de personas quedan atrapadas a diario, desperdiciando tiempo vital y energía física y mental.
Cada hora en el tráfico revela un país atrapado entre la inercia y la corrupción.
El parque vehicular se ha disparado. Millones de autos, motos y camiones saturan las vías, creciendo entre 6% y 8% cada año, sin que exista una política de Estado que verdaderamente priorice la movilidad y la infraestructura de calidad. Cada gobierno actúa como si el tráfico fuera asunto exclusivo de Tránsito, y la inercia sigue gobernando.
El tráfico no es solo un tema de movilidad: es una crisis de salud pública, desarrollo y liderazgo. El tiempo perdido, el combustible consumido parado, el aumento de accidentes y el deterioro de las vías generan costos enormes. Estudios internacionales estiman que, en ciudades congestionadas, el valor del tiempo y del combustible mal empleado, junto con los daños por contaminación, alcanzan miles de millones de dólares al año. La congestión frena la productividad, encarece los bienes, desincentiva la inversión y reduce la calidad de vida.
Las consecuencias sanitarias son alarmantes. El tráfico incrementa la contaminación por PM2.5 —partículas finas de dióxido y otras sustancias menores a 2.5 micrómetros— y el ruido vehicular medido en dB(A), decibelios ajustados a la sensibilidad humana. Un aumento de 10 dB(A) eleva la ansiedad en 22% y la depresión en 14%. La exposición prolongada por encima de 85 dB(A) se asocia con hipertensión y enfermedades cardiovasculares. La contaminación por PM2.5, proveniente del tráfico, agrava el asma, las infecciones respiratorias y los infartos, incrementando hospitalizaciones, muertes prematuras y gastos en salud. La congestión enferma, literalmente.
Y aquí está la falla crónica: cada gobierno promete soluciones pero ninguno coloca la movilidad como prioridad nacional. Las vías están en pésimo estado: baches, pavimentos que no duran, materiales deficientes y contratistas privilegiados. Este deterioro no es casualidad, sino síntoma de un liderazgo filtrado: presidentes, ministros y alcaldes que mantienen el statu quo en lugar de transformar, beneficiando a unos pocos a costa de millones de ciudadanos. Mientras tanto, el Ministerio de Salud Pública guarda silencio, cuando debería reconocer la movilidad deficiente como un determinante social de la salud: estrés crónico, mala calidad del sueño, contaminación, accidentes, sedentarismo y efectos adversos en la salud.
Si se quiere un cambio real, se necesita una visión de Estado en lugar de negligencia y desconsideración. La movilidad debe asumirse como eje de salud, desarrollo y gobernabilidad. Las metas podrían incluir, entre otras: reducir en más del 50% los tiempos en horas pico, duplicar la cobertura de transporte público eficiente, elevar los estándares técnicos de pavimentación, monitorear ruido y PM2.5 en los principales ejes urbanos y publicar los datos para la rendición de cuentas ciudadana.
Guatemala enfrenta una crisis de movilidad que enferma, empobrece y paraliza al país. El tráfico crónico no solo consume tiempo y combustible: deteriora la salud, la economía y la confianza ciudadana. La falta de visión estatal convierte cada embotellamiento en un espejo de inercia y corrupción estructural.
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