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Julio Yao
Guest
Consideremos el significado de una renuncia cuando están involucrados principios e intereses nacionales. Una renuncia tiene repercusión o no según la credibilidad del renunciante. A veces se renuncia por razones distintas a las que se aduce.
El canciller Juan Antonio Tack (1971-76) me confió algunos secretos en ese sentido. El más importante canciller de la historia republicana amenazó con renunciar varias veces para conseguir apoyo a su rol como jefe negociador ante Estados Unidos.
La primera vez ocurrió cuando lo maltrataron y requisaron en la aduana del aeropuerto de Nueva York. En legítima represalia, Tack expulsó a la DEA y a los Cuerpos de Paz, una medida nada normal ni fácil en la región en esa época.
En una segunda ocasión, el canciller Tack amenazó con renunciar para que el gobierno lo apoyara en la apertura de relaciones con Cuba, a fin de romper el bloqueo a la isla, un objetivo que no era bien visto ni en la Guardia Nacional ni en la presidencia de la República bajo Demetrio B. Lakas y que, como tantas otras hazañas del canciller, se le atribuyeron a Omar Torrijos.
En una tercera instancia, el canciller Tack amenazó con renunciar si no lo apoyaban en la eliminación de la base militar de Estados Unidos en Río Hato, tema que ocasionaba alergia y escozor en Demetrio B. Lakas y en círculos de la Guardia Nacional.
En una cuarta ocasión, el canciller Tack me convocó a su despacho. Mi oficina ocupaba la totalidad del salón Ricardo J. Alfaro, conocido como el “salón amarillo”, ya que todas sus cortinas eran de ese color. Mi despacho era contiguo al del canciller, en La Exposición.
“¿Sabes de dónde vengo?”, me preguntó. “No”, le contesté. “Vengo de la presidencia de la República. ¡El presidente Lakas me pidió que te sacara de la Cancillería!”. “¿Así, sin más ni más? ¿Y qué le respondiste?”, repuse. El canciller contestó: “Le dije que primero tienen que pasar por encima de mi cadáver”.
Recordé haberle dicho en agosto de 1972 que yo ingresaba como su asesor bajo dos condiciones: que no apoyaría públicamente al gobierno (que me había encarcelado, destruido mi primer matrimonio y amenazado de muerte) y que, si mi presencia fuera inconveniente o un estorbo para su labor en la Cancillería, yo estaría dispuesto a renunciar.
La respuesta osada del canciller a Lakas era más que una amenaza: era una confesión de la alta estima en que el canciller tenía mi labor como su asesor. En pocas palabras, el canciller “se la rifó” al retar al presidente Lakas. Le dijo que fue Omar Torrijos quien me había invitado para orientar las negociaciones con Estados Unidos y que solo el general Torrijos podía destituirme.
Posteriormente, un amigo común del entorno privado del canciller me confió que éste le manifestó: “Julio Yao es la persona más valiosa que tengo en el Ministerio de Relaciones Exteriores. ¡Vale más que todos los demás juntos!”
Aquel reconocimiento me preocupó, pues a la sazón eran parte del equipo Jorge Illueca, Aquilino Boyd, Diógenes De la Rosa, Carlos López Guevara, Omar Jaén Suárez y otras personalidades, pero las palabras del canciller comprometían mi lealtad.
El canciller Tack era el ministro clave y el más imprescindible para Torrijos, y por eso lo mantuvo en el cargo contra viento y marea.
Muchos logros de Torrijos lo fueron de su canciller, igual que muchos logros del canciller eran anónimamente nuestros.
Tack era el asesor y maestro para Omar, como yo era asesor del canciller. Omar confiaba ciegamente en su canciller: decía que “cualquier acuerdo que firmara Tack con Estados Unidos el pueblo lo aprobaría”, y era cierto.
Cuando renuncié como asesor del canciller, que poco antes había sido defenestrado (no renunció) por una conspiración palaciega con el beneplácito de la embajada norteamericana, yo no amenacé con renunciar: yo renuncié irrevocablemente porque me era imposible apoyar el llamado Tratado de Neutralidad, para el cual jamás se me había consultado y que yo siempre rechacé como una trampa histórica.
El Tratado del Canal estuvo basado en la Declaración Tack-Kissinger de 1974, la cual redacté a petición del canciller Tack y del general Torrijos, pero el Tratado de Neutralidad no tenía cabida en la citada declaración, en la que no aparecía siquiera la palabra “neutralidad”.
Sin embargo, Torrijos no aceptó mi renuncia y envió a tres emisarios del más alto nivel que estaban muy cerca de mi corazón y también del de Omar, para hacerme desistir.
Se trataba del escritor Ramón H. Jurado; Berta Torrijos, hermana de Omar y mi amiga; y Moisés Torrijos, casado éste con Flor López de Torrijos. Yo había nacido en la residencia de los López, que era contigua a la nuestra. Todo fue en vano, no obstante tentadores ofrecimientos.
Sabía intuitivamente que el Tratado de Neutralidad era el preludio del fin del torrijismo. Tres años después asesinaron a Omar Torrijos o, como dice mi amigo Zoilo Martínez de la Vega, “lo fueron”, razón por la cual rechacé ser miembro fundador del PRD en 1979.
Mi renuncia estaba basada en la firme convicción de que el tratado le haría más daño que bien a la nación panameña.
Los cínicos y oportunistas que han tratado de apropiarse de la historia consideran poca cosa que Estados Unidos intervenga unilateralmente en Panamá cuando lo estime necesario sin nuestro consentimiento (enmienda DeConcini), porque —decían— “Estados Unidos interviene aunque nosotros no queramos”.
El exrector de la Universidad de Panamá, Rómulo Escobar Bethancourt, fracasado sucesor de Tack, retaba a los críticos así: “que agarren sus mochilas y vayan a combatir a los soldados norteamericanos”.
Eran bravuconadas y desplantes altisonantes muy mal vistos en boca de un rector universitario y presunto “jefe” de las negociaciones con Estados Unidos.
El autor es internacionalista y exdiplomático.
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El canciller Juan Antonio Tack (1971-76) me confió algunos secretos en ese sentido. El más importante canciller de la historia republicana amenazó con renunciar varias veces para conseguir apoyo a su rol como jefe negociador ante Estados Unidos.
La primera vez ocurrió cuando lo maltrataron y requisaron en la aduana del aeropuerto de Nueva York. En legítima represalia, Tack expulsó a la DEA y a los Cuerpos de Paz, una medida nada normal ni fácil en la región en esa época.
En una segunda ocasión, el canciller Tack amenazó con renunciar para que el gobierno lo apoyara en la apertura de relaciones con Cuba, a fin de romper el bloqueo a la isla, un objetivo que no era bien visto ni en la Guardia Nacional ni en la presidencia de la República bajo Demetrio B. Lakas y que, como tantas otras hazañas del canciller, se le atribuyeron a Omar Torrijos.
En una tercera instancia, el canciller Tack amenazó con renunciar si no lo apoyaban en la eliminación de la base militar de Estados Unidos en Río Hato, tema que ocasionaba alergia y escozor en Demetrio B. Lakas y en círculos de la Guardia Nacional.
En una cuarta ocasión, el canciller Tack me convocó a su despacho. Mi oficina ocupaba la totalidad del salón Ricardo J. Alfaro, conocido como el “salón amarillo”, ya que todas sus cortinas eran de ese color. Mi despacho era contiguo al del canciller, en La Exposición.
“¿Sabes de dónde vengo?”, me preguntó. “No”, le contesté. “Vengo de la presidencia de la República. ¡El presidente Lakas me pidió que te sacara de la Cancillería!”. “¿Así, sin más ni más? ¿Y qué le respondiste?”, repuse. El canciller contestó: “Le dije que primero tienen que pasar por encima de mi cadáver”.
Recordé haberle dicho en agosto de 1972 que yo ingresaba como su asesor bajo dos condiciones: que no apoyaría públicamente al gobierno (que me había encarcelado, destruido mi primer matrimonio y amenazado de muerte) y que, si mi presencia fuera inconveniente o un estorbo para su labor en la Cancillería, yo estaría dispuesto a renunciar.
La respuesta osada del canciller a Lakas era más que una amenaza: era una confesión de la alta estima en que el canciller tenía mi labor como su asesor. En pocas palabras, el canciller “se la rifó” al retar al presidente Lakas. Le dijo que fue Omar Torrijos quien me había invitado para orientar las negociaciones con Estados Unidos y que solo el general Torrijos podía destituirme.
Posteriormente, un amigo común del entorno privado del canciller me confió que éste le manifestó: “Julio Yao es la persona más valiosa que tengo en el Ministerio de Relaciones Exteriores. ¡Vale más que todos los demás juntos!”
Aquel reconocimiento me preocupó, pues a la sazón eran parte del equipo Jorge Illueca, Aquilino Boyd, Diógenes De la Rosa, Carlos López Guevara, Omar Jaén Suárez y otras personalidades, pero las palabras del canciller comprometían mi lealtad.
El canciller Tack era el ministro clave y el más imprescindible para Torrijos, y por eso lo mantuvo en el cargo contra viento y marea.
Muchos logros de Torrijos lo fueron de su canciller, igual que muchos logros del canciller eran anónimamente nuestros.
Tack era el asesor y maestro para Omar, como yo era asesor del canciller. Omar confiaba ciegamente en su canciller: decía que “cualquier acuerdo que firmara Tack con Estados Unidos el pueblo lo aprobaría”, y era cierto.
Cuando renuncié como asesor del canciller, que poco antes había sido defenestrado (no renunció) por una conspiración palaciega con el beneplácito de la embajada norteamericana, yo no amenacé con renunciar: yo renuncié irrevocablemente porque me era imposible apoyar el llamado Tratado de Neutralidad, para el cual jamás se me había consultado y que yo siempre rechacé como una trampa histórica.
El Tratado del Canal estuvo basado en la Declaración Tack-Kissinger de 1974, la cual redacté a petición del canciller Tack y del general Torrijos, pero el Tratado de Neutralidad no tenía cabida en la citada declaración, en la que no aparecía siquiera la palabra “neutralidad”.
Sin embargo, Torrijos no aceptó mi renuncia y envió a tres emisarios del más alto nivel que estaban muy cerca de mi corazón y también del de Omar, para hacerme desistir.
Se trataba del escritor Ramón H. Jurado; Berta Torrijos, hermana de Omar y mi amiga; y Moisés Torrijos, casado éste con Flor López de Torrijos. Yo había nacido en la residencia de los López, que era contigua a la nuestra. Todo fue en vano, no obstante tentadores ofrecimientos.
Sabía intuitivamente que el Tratado de Neutralidad era el preludio del fin del torrijismo. Tres años después asesinaron a Omar Torrijos o, como dice mi amigo Zoilo Martínez de la Vega, “lo fueron”, razón por la cual rechacé ser miembro fundador del PRD en 1979.
Mi renuncia estaba basada en la firme convicción de que el tratado le haría más daño que bien a la nación panameña.
Los cínicos y oportunistas que han tratado de apropiarse de la historia consideran poca cosa que Estados Unidos intervenga unilateralmente en Panamá cuando lo estime necesario sin nuestro consentimiento (enmienda DeConcini), porque —decían— “Estados Unidos interviene aunque nosotros no queramos”.
El exrector de la Universidad de Panamá, Rómulo Escobar Bethancourt, fracasado sucesor de Tack, retaba a los críticos así: “que agarren sus mochilas y vayan a combatir a los soldados norteamericanos”.
Eran bravuconadas y desplantes altisonantes muy mal vistos en boca de un rector universitario y presunto “jefe” de las negociaciones con Estados Unidos.
El autor es internacionalista y exdiplomático.
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