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En un valle rodeado de montañas antiguas, donde los ríos parecían hablar en su propio idioma, el Estado habitaba en una casa grande de puertas abiertas. En sus paredes estaban grabadas las palabras del Artículo 14:
“Los recursos naturales son patrimonio de la Nación.”
El Estado custodiaba esas palabras con solemnidad, como si fueran una promesa sagrada.
Una mañana, llegó la Empresa Minera con planos, cascos brillantes y una propuesta:
—Queremos extraer el cobre que duerme bajo la montaña. Será progreso, empleo, carreteras, impuestos…
El Estado, recordando el Artículo 17, respondió:
—Nada se hará sin mi consentimiento, pues soy guardián de lo que pertenece a todos. Pero el progreso también es un deber.
Mientras tanto, la Comunidad escuchaba desde la plaza. Algunos soñaban con trabajo y desarrollo; otros temían por el agua y el bosque. En ese murmullo colectivo, una voz se alzó más clara: la Vecina, una mujer de manos curtidas por la tierra.
—El desarrollo no puede oler a humo ni sonar a río seco —dijo—. El progreso sin equilibrio es como sembrar sin mirar el cielo.
El Estado la escuchó, pero la Empresa Minera insistió:
—También nosotros tenemos derechos, señor. El Artículo 50 protege la libertad económica, y el 51 la propiedad privada. ¿No es acaso justo que quien invierte pueda crecer?
El Estado asintió, pero miró hacia la montaña, que parecía inclinarse como si también esperara respuesta.
—Es cierto —dijo—, la libertad económica es un derecho. Pero el Artículo 66 me recuerda que también lo es el derecho a un medio ambiente sano. Y el 67 me ordena protegerlo, porque sin aire limpio ni agua clara, la libertad se marchita.
La Vecina se acercó y colocó una piedra en la mesa del Estado. Era una piedra lisa, con una pequeña grieta por donde brotaba un hilo de agua.
—Mire bien —susurró—. Así es la tierra: fuerte y frágil al mismo tiempo. Si la rompen sin cuidado, se seca hasta el alma.
El Estado guardó silencio. La Comunidad esperó. Y la Empresa bajó la mirada, comprendiendo que no bastaba con excavar: había que escuchar.
Pasaron los meses. El proyecto se transformó. Se acordó un plan: extracción responsable, monitoreo ambiental, fondos comunitarios, agua protegida. El cobre saldría de la montaña, sí, pero con respeto.
Y una tarde, mientras el sol doraba el valle, el Estado escribió una nueva frase junto a los artículos grabados en su pared:
“El equilibrio entre la riqueza de la tierra y la voz de quienes la habitan es el verdadero tesoro de la Nación.”
La Vecina sonrió.
La Comunidad respiró tranquila.
La Empresa siguió trabajando, pero ahora con cuidado.
Y el Estado entendió que gobernar no es elegir entre derechos, sino hacerlos convivir.
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“Los recursos naturales son patrimonio de la Nación.”
El Estado custodiaba esas palabras con solemnidad, como si fueran una promesa sagrada.
Una mañana, llegó la Empresa Minera con planos, cascos brillantes y una propuesta:
—Queremos extraer el cobre que duerme bajo la montaña. Será progreso, empleo, carreteras, impuestos…
El Estado, recordando el Artículo 17, respondió:
—Nada se hará sin mi consentimiento, pues soy guardián de lo que pertenece a todos. Pero el progreso también es un deber.
Mientras tanto, la Comunidad escuchaba desde la plaza. Algunos soñaban con trabajo y desarrollo; otros temían por el agua y el bosque. En ese murmullo colectivo, una voz se alzó más clara: la Vecina, una mujer de manos curtidas por la tierra.
—El desarrollo no puede oler a humo ni sonar a río seco —dijo—. El progreso sin equilibrio es como sembrar sin mirar el cielo.
El Estado la escuchó, pero la Empresa Minera insistió:
—También nosotros tenemos derechos, señor. El Artículo 50 protege la libertad económica, y el 51 la propiedad privada. ¿No es acaso justo que quien invierte pueda crecer?
El Estado asintió, pero miró hacia la montaña, que parecía inclinarse como si también esperara respuesta.
—Es cierto —dijo—, la libertad económica es un derecho. Pero el Artículo 66 me recuerda que también lo es el derecho a un medio ambiente sano. Y el 67 me ordena protegerlo, porque sin aire limpio ni agua clara, la libertad se marchita.
La Vecina se acercó y colocó una piedra en la mesa del Estado. Era una piedra lisa, con una pequeña grieta por donde brotaba un hilo de agua.
—Mire bien —susurró—. Así es la tierra: fuerte y frágil al mismo tiempo. Si la rompen sin cuidado, se seca hasta el alma.
El Estado guardó silencio. La Comunidad esperó. Y la Empresa bajó la mirada, comprendiendo que no bastaba con excavar: había que escuchar.
Pasaron los meses. El proyecto se transformó. Se acordó un plan: extracción responsable, monitoreo ambiental, fondos comunitarios, agua protegida. El cobre saldría de la montaña, sí, pero con respeto.
Y una tarde, mientras el sol doraba el valle, el Estado escribió una nueva frase junto a los artículos grabados en su pared:
“El equilibrio entre la riqueza de la tierra y la voz de quienes la habitan es el verdadero tesoro de la Nación.”
La Vecina sonrió.
La Comunidad respiró tranquila.
La Empresa siguió trabajando, pero ahora con cuidado.
Y el Estado entendió que gobernar no es elegir entre derechos, sino hacerlos convivir.
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