E
Evangelina Batista
Guest
La unión de dos personas no se mide cuando todo es sencillo, sino cuando la vida aprieta. En la calma cualquiera permanece; en la tormenta se revela quién está dispuesto a sostener y quién decide soltar. El compromiso verdadero se fortalece en cada amanecer y en cada anochecer, cuando hay estabilidad y cuando reina la incertidumbre, cuando el mar parece tranquilo y cuando las olas anuncian tempestad.
Las pruebas no llegan solo en momentos extremos. Aparecen también cuando los orígenes son distintos, cuando las historias familiares no coinciden y las expectativas parecen avanzar por rumbos opuestos. Hay quienes crecieron en hogares donde no faltó nada y quienes se formaron en la sencillez del campo, en familias sostenidas por el trabajo de la tierra y el estudio como esperanza. Unirse desde esas diferencias no es fácil: implica aprender otros ritmos, derribar prejuicios y aceptar que el trayecto no será cómodo. Ahí comienza la verdadera travesía: no en la igualdad de condiciones, sino en la decisión de avanzar juntos.
Hay decisiones que se toman con plena conciencia, como subir al mismo barco, alzar las velas y partir sabiendo que no siempre habrá viento favorable. A veces el mar se muestra en calma y permite avanzar con confianza; otras veces se embravece y exige coordinación, paciencia y resistencia. Muchos dudan de esa travesía y no creen en la posibilidad de un destino duradero. Incluso la propia familia puede cuestionar la marcha, relegando a uno a posiciones que no corresponden, aun cuando ese barco, entre dudas ajenas y silencios heredados, continúa avanzando, surcando aguas nuevas y sosteniendo su propio rumbo. En ese caminar se comprende también que no siempre se alcanza lo deseado, pero siempre se lucha con empeño por lograrlo.
Los tiempos difíciles, ya sea por crisis económicas, por enfermedad o por situaciones colectivas como la pandemia, solo hicieron más visible esta verdad. Mientras algunas familias encontraron en la cercanía una oportunidad para fortalecerse, otras eligieron caminos distintos aun compartiendo el mismo espacio. No siempre fue falta de amor, sino la incapacidad de afrontar juntos el miedo, la incertidumbre y la necesidad de reinventarse como binomio.
Permanecer no es resignarse ni tolerar lo inaceptable. Existen límites claros y el respeto es innegociable. Sin embargo, la madurez exige agotar los recursos antes de tomar decisiones finales: dialogar con honestidad, buscar apoyo, redistribuir cargas, corregir el rumbo y volver a mirarse como proyecto compartido antes de abandonar la travesía. Hoy preocupa ver que muchos jóvenes no agotan ese último recurso: saltan por la borda sin saber en qué aguas continuarán, aun cuando crecieron observando el ejemplo y la constancia de quienes sí completaron la ruta.
Cuando la unión se ha trabajado con esfuerzo auténtico, llega también el tiempo de contemplar sus frutos. Ver a los hijos crecer con valores firmes, formarse con responsabilidad, ética y honradez, y avanzar profesionalmente con dignidad se convierte en la recompensa más profunda. En ese logro descansa la tranquilidad de haber sembrado bien y la esperanza de que lo aprendido siga su curso. Criarlos con humildad, respeto y nobleza, sabiendo que en el hogar existían prioridades más importantes que la vanidad, les enseñó que lo que no estaba al alcance no se exigía: se conquistaba con trabajo, con un esfuerzo adicional y con la conciencia de que alcanzar la mayoría de edad no otorgaba licencia para irrespetar ni para romper reglas establecidas con claridad.
Desde ahí nace la confianza de que los nietos crecerán rodeados de sabiduría, guiados por el ejemplo, con conciencia, respeto y humanidad, prolongando un legado que no necesita alardes porque habla por sí mismo a través de vidas que se labran de manera compartida, con firmeza y compromiso.
Que el barco familiar llegue a puerto seguro no es casualidad. Es el resultado de la constancia, del apoyo mutuo y del trabajo silencioso del hogar, de esas labores que sostienen la rutina y preservan el orden sin buscar aplausos, unidas al compromiso de mantenerse juntos. Solo así se deja, para quienes vienen detrás, una herencia con sentido, dignidad y esperanza.
La autora es educadora.
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Las pruebas no llegan solo en momentos extremos. Aparecen también cuando los orígenes son distintos, cuando las historias familiares no coinciden y las expectativas parecen avanzar por rumbos opuestos. Hay quienes crecieron en hogares donde no faltó nada y quienes se formaron en la sencillez del campo, en familias sostenidas por el trabajo de la tierra y el estudio como esperanza. Unirse desde esas diferencias no es fácil: implica aprender otros ritmos, derribar prejuicios y aceptar que el trayecto no será cómodo. Ahí comienza la verdadera travesía: no en la igualdad de condiciones, sino en la decisión de avanzar juntos.
Hay decisiones que se toman con plena conciencia, como subir al mismo barco, alzar las velas y partir sabiendo que no siempre habrá viento favorable. A veces el mar se muestra en calma y permite avanzar con confianza; otras veces se embravece y exige coordinación, paciencia y resistencia. Muchos dudan de esa travesía y no creen en la posibilidad de un destino duradero. Incluso la propia familia puede cuestionar la marcha, relegando a uno a posiciones que no corresponden, aun cuando ese barco, entre dudas ajenas y silencios heredados, continúa avanzando, surcando aguas nuevas y sosteniendo su propio rumbo. En ese caminar se comprende también que no siempre se alcanza lo deseado, pero siempre se lucha con empeño por lograrlo.
Los tiempos difíciles, ya sea por crisis económicas, por enfermedad o por situaciones colectivas como la pandemia, solo hicieron más visible esta verdad. Mientras algunas familias encontraron en la cercanía una oportunidad para fortalecerse, otras eligieron caminos distintos aun compartiendo el mismo espacio. No siempre fue falta de amor, sino la incapacidad de afrontar juntos el miedo, la incertidumbre y la necesidad de reinventarse como binomio.
Permanecer no es resignarse ni tolerar lo inaceptable. Existen límites claros y el respeto es innegociable. Sin embargo, la madurez exige agotar los recursos antes de tomar decisiones finales: dialogar con honestidad, buscar apoyo, redistribuir cargas, corregir el rumbo y volver a mirarse como proyecto compartido antes de abandonar la travesía. Hoy preocupa ver que muchos jóvenes no agotan ese último recurso: saltan por la borda sin saber en qué aguas continuarán, aun cuando crecieron observando el ejemplo y la constancia de quienes sí completaron la ruta.
Cuando la unión se ha trabajado con esfuerzo auténtico, llega también el tiempo de contemplar sus frutos. Ver a los hijos crecer con valores firmes, formarse con responsabilidad, ética y honradez, y avanzar profesionalmente con dignidad se convierte en la recompensa más profunda. En ese logro descansa la tranquilidad de haber sembrado bien y la esperanza de que lo aprendido siga su curso. Criarlos con humildad, respeto y nobleza, sabiendo que en el hogar existían prioridades más importantes que la vanidad, les enseñó que lo que no estaba al alcance no se exigía: se conquistaba con trabajo, con un esfuerzo adicional y con la conciencia de que alcanzar la mayoría de edad no otorgaba licencia para irrespetar ni para romper reglas establecidas con claridad.
Desde ahí nace la confianza de que los nietos crecerán rodeados de sabiduría, guiados por el ejemplo, con conciencia, respeto y humanidad, prolongando un legado que no necesita alardes porque habla por sí mismo a través de vidas que se labran de manera compartida, con firmeza y compromiso.
Que el barco familiar llegue a puerto seguro no es casualidad. Es el resultado de la constancia, del apoyo mutuo y del trabajo silencioso del hogar, de esas labores que sostienen la rutina y preservan el orden sin buscar aplausos, unidas al compromiso de mantenerse juntos. Solo así se deja, para quienes vienen detrás, una herencia con sentido, dignidad y esperanza.
La autora es educadora.
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