Plagios peregrinos

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Rodolfo Aliaga

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¿Por qué se plagia? Para pasar por quien no se es. En algunos casos este acto de trasformación tiene motivaciones pecuniarias, pero generalmente responde al mismo deseo de fingimiento del cantante de karaoke: vivir, por unos momentos, la ilusión de ser Sinatra. Ser por tanto un instante Sinatra, por lo menos ante los ojos idealizadores de uno mismo.

El plagiador hace una suerte de fonomímica: pone a tocar la canción de otro, la que nunca podrá interpretar, y gesticula para que el público más cercano, que es el que cuenta, crea en él. Tal es su necesidad desgarradora: la aprobación, el aplauso…

Consulte también: El proceso de cambio y Lacan

A mí la fonomímica, más que ira, me ha producido dolor. El asunto de Vainilla Ice fue, en mi opinión, sencillamente para echarse a llorar.

He conocido a algunos plagiadores. También a personas indignadas que querían sus cabezas y convertían el obvio delito que es copiar (y no digo lo contrario) en una ocasión para mostrar su propia superioridad moral. La verdad es que los primeros me resultan más simpáticos: prefiero los que pecan por vanidad a los que lo hacen por odio.

Podemos sancionar al delincuente, pero ¿estamos en condiciones de juzgar sus motivos? Leamos por ejemplo una novela de Tobías Wolf, Vieja escuela. Cuenta la historia de un estudiante de clase media becado en un exclusivo “college” norteamericano. Tan exclusivo que organizaba concursos literarios y daba a los ganadores la oportunidad de cenar con los más importantes escritores del momento. Un premio que, quién lo diría, ponía a delirar a los muchachos. Sobre todo al protagonista de la novela, que consumía la mayor parte de sus energías en imitar el estilo de vida de sus aristocráticos condiscípulos.

Cuando supo que el siguiente premio sería Hemingway, se la pasó semanas enteras encerrado, tratando de escribir un relato que le permitiera ganar. Desechaba uno tras otro, porque sabía que ninguno era auténtico. Antes no había tenido problemas en presentar escritos que no lo fueran, pero tratándose de Hemingway… Al final, casi vencido, se puso a leer viejas revistas estudiantiles y, en una edición de muchos años antes, lo encontró. Se trataba de un cuento sobre un estudiante pobre rodeado de jóvenes ricos a los que debía adular para conservar como “amigos”. Auténticamente él. De modo que copió el texto, le puso su nombre y lo presentó.

Ni siquiera reparó en que eso no era jugar limpio. Ganó sin que, extrañamente, lo afectara la impresión causada por lo autobiográfico del relato. Luego lo pescaron y expulsaron. Pese a ello, la experiencia le permitió convertirse, al cabo de los años, en el escritor que no habría sido si, a través de un plagio, no hubiera revelado al ser humano que realmente era.

Así que el plagio también puede ser una vía de autoconocimiento y, en el extremo de la paradoja, de autenticidad.

En todo caso, aun si nos los tomamos con perspectiva, es un asunto serio, tanto por lo que requiere para ocurrir (rebajarse a la abyección; reconocer íntimamente que no se es capaz de hacer algo y enfatizar este mismo fracaso al pretender que sí se tiene tal capacidad) como por sus consecuencias (expulsiones, multas, encarcelamientos y desprecios).

Un asunto serio del que también puede hacerse un sainete, como ha pasado en los últimos días entre nosotros. Una lideresa feminista, ardiendo en las llamas de la indignación moral (exactamente igual que las señoras católicas cuando ven sus grafitis en las inmediaciones de las iglesias), ha pedido todas las sanciones posibles (legales, laborales y reputacionales) en contra de una escritora también feminista que mencionó en un artículo, sin citarla, un “concepto” que supuestamente le pertenece.

Revisadas las cosas, resulta que no se trataba de un concepto, sino de una descripción. La escritora se defendió bien de la acusación, pero cayendo también en el mismo equívoco.

Un concepto es una abstracción que funciona como objeto de una teoría. Por ejemplo, “patriarcado” es un concepto de la teoría feminista, pues es un elemento de representación teórica de un orden social con estas y aquellas características. “Despatriarcalizar” (“acabar el patriarcado”) no es un concepto, es la descripción de una acción o una lucha y por eso, a diferencia de lo que ocurre con los conceptos, es fácil llegar a ella por vías gramaticales. No requiere de que se cite a la primera persona que haya hecho tal “descubrimiento” (que al parecer tampoco fue la acusadora). “Género” es un concepto. “Tecnocracia” es otro concepto. Pero “tecnocracia de género” es una descripción que relaciona dos conceptos para referirse a quienes son tecnócratas y trabajan en género. Se llega a ella, insisto, por vías gramaticales.

Por otra parte, hay que tomar en cuenta que incluso los conceptos teóricos son como los hijos, pronto abandonan a sus padres y se van a vivir con otros(as). Piénsese por ejemplo en el concepto de “sobre-determinación”. Lo dio a luz Freud, pero posteriormente fue tomado por Althusser, quien, luego de citar adecuadamente al psicoanalista, lo aplicó en un contexto completamente diferente, desnaturalizándolo, por decirlo así. Imaginen ahora a todos los marxistas y no marxistas que usaban “sobre-determinación” en los años 70 y 80, entre ellos René Zavaleta. ¿Tenían que reconocer a Althusser? ¿O a Freud? Y si no lo hacían (como que no lo hacían) ¿cometían por eso plagio?

Todo esto sea dicho sin dudar de la importancia del pensamiento de la feminista acusadora, pero con la verdad por delante. En realidad, lo que a ella le ha molestado del artículo no fue que la plagiaran, ya que el texto ni siquiera es teórico sino histórico. Lo que la irritó es que no le atribuyeran estas descripciones solamente a ella. El pecado de Narciso.

(*) Fernando Molina es periodista

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