Ordenar o colapsar

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Rodolfo Aliaga

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El debate que se abrió en torno al Decreto 5503 va mucho más allá de una discusión técnica sobre precios o subsidios. Lo que está en juego es una tensión acumulada durante años entre un país que necesita corregir problemas estructurales profundos y una forma de convivir con ellos que, a conveniencia e ideología política, terminó normalizando distorsiones que hoy pasan factura.

Durante demasiado tiempo se sostuvieron equilibrios artificiales. Precios que no reflejaban costos reales, subsidios generalizados financiados con reservas y endeudamiento, y un modelo que postergaba decisiones difíciles a cambio de una estabilidad aparente. Esa estabilidad nunca fue gratuita. Se pagó con pérdida de divisas, escasez, contrabando, informalidad creciente y una fragilidad macroeconómica que hoy ya no puede ocultarse.

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La decisión de retirar la subvención generalizada a los carburantes no surge como un gesto ideológico ni como una provocación política, sino como consecuencia directa de un modelo que dejó de cerrar por sus propios medios. Durante años, el subsidio funcionó como un amortiguador artificial. Pero su costo real fue cada vez más alto, no solo en términos fiscales, sino en distorsiones profundas; incentivó el contrabando, concentró beneficios en quienes más consumen combustible y trasladó silenciosamente el ajuste a través de inflación reprimida, desabastecimiento y pérdida de credibilidad.

El aumento del diésel, señalado como el núcleo del shock, anticipa un efecto cascada sobre transporte, logística y alimentos. Ese riesgo existe y merece seguimiento fino. Negarlo sería irresponsable. Pero también existía —y sigue existiendo— el riesgo acumulado de sostener precios irreales que drenaban divisas en un contexto de restricción externa severa. Mantener el subsidio implicaba continuar financiando importaciones con dólares que el país ya no tiene en abundancia. El ajuste no crea el problema; lo hace visible.

En este punto, es imprescindible incorporar una mirada humana. Miles de familias ya enfrentan dificultades para trasladarse diariamente a sus trabajos, estudios y centros de salud. El transporte público no es un lujo; es una necesidad básica. Por eso, cualquier revisión tarifaria debe ser razonable, proporcional y sustentada en costos reales. Trasladar el peso del ajuste de manera desmedida a quienes menos margen tienen solo profundiza el malestar social y erosiona la legitimidad de cualquier corrección económica.

Desde la industria formal, es importante decirlo con claridad; en la mayoría de los sectores, el impacto del combustible en el costo desde productor es acotado. No existe justificación técnica para incrementos generalizados en precios de origen ni para ajustes preventivos que alimenten expectativas inflacionarias. Actuar con responsabilidad hoy implica no convalidar la especulación, cuidar el abastecimiento, proteger el empleo y resguardar el bolsillo de las familias.

Las compensaciones sociales anunciadas se leen como insuficientes si se las piensa como soluciones permanentes, y lo son. Su sentido es transicional. El aumento del salario mínimo y los bonos buscan amortiguar el impacto inmediato y sostener el consumo en una etapa delicada. Son también una señal política de reparto de costos. El Estado reconoce el impacto y asume parte del ajuste vía ingresos, aun sabiendo que eso introduce tensiones en un sector privado ya golpeado. No es una medida cómoda ni perfecta. Es una medida de equilibrio en un escenario estrecho.

Parte del debate ha puesto el foco en la informalidad. El diagnóstico es correcto; la conclusión, no siempre. Un país con niveles tan altos de informalidad no llegó ahí por este decreto. Llegó tras años de políticas que premiaron la evasión, rigidizaron la formalidad y utilizaron subsidios generalizados como sustituto de una protección social moderna. Ninguna corrección estructural empieza resolviendo primero lo que lleva décadas malformado. Ordenar precios es condición necesaria —aunque no suficiente— para luego ordenar incentivos, ampliar la base contributiva y construir un sistema que incluya a quienes hoy viven fuera del sistema.

En materia inflacionaria, el temor es comprensible. El shock del diésel tiene efectos transversales y puede activar ajustes preventivos de precios y expectativas desancladas. Pero la inflación ya estaba incubada en el déficit fiscal, en la presión cambiaria y en la escasez de divisas. El riesgo no nace con el decreto; el decreto lo expone. La política económica enfrenta aquí un dilema clásico; contener la inflación sin ahogar la actividad, evitar una espiral sin profundizar la recesión. No hay salida indolora. Postergar la corrección solo habría hecho más costosa la medicina.

Incluso en el frente cambiario, donde suele aparecer el pánico, conviven fuerzas opuestas. La incertidumbre empuja a la dolarización defensiva, pero el retiro del subsidio reduce de manera estructural la demanda de divisas del Estado. Menos importaciones subsidiadas significan menos presión sobre las reservas y mayor margen de estabilización en el mediano plazo. Ese alivio silencioso rara vez ocupa titulares, pero es central para entender por qué el ajuste también apunta a recuperar oxígeno macroeconómico.

Desde el sector empresarial, el respaldo a este proceso no nace de la comodidad ni de la idea de quedar al margen del impacto. El ajuste también golpea a las empresas, reduce márgenes y frena decisiones. Aun así, sostener un esquema insostenible habría sido más dañino para la economía popular. Apoyar esta corrección es asumir un costo hoy para evitar un deterioro mayor mañana, especialmente para quienes tienen menos capacidad de resistir crisis prolongadas.

Esto no significa cerrar los ojos frente a errores o abusos. No es un cheque en blanco. Es un momento de vigilancia activa, de exigencia técnica y de ajustes sobre la marcha. Pero también es un momento que exige madurez colectiva. Cuando las decisiones económicas quedan rehén de presiones que paralizan al país, el resultado suele ser el mismo: alimentos más caros, cadenas productivas rotas, más informalidad y más pobreza.

Bolivia atraviesa una transición difícil. Duele porque corrige distorsiones largas. Duele porque rompe hábitos. Duele porque obliga a repartir costos. La alternativa ya se conoce; seguir sosteniendo ficciones hasta que el colapso sea total. Este decreto marca un punto de quiebre. Imperfecto, sí. Exigente, también. Pero necesario.

El futuro no se construye evitando decisiones difíciles, sino tomándolas con responsabilidad, diálogo y sentido de equidad. Ordenar cuesta. Pero seguir desordenándonos, como país, siempre termina costando mucho más.

(*) Jean Pierre Antelo es presidente de la Cainco

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