G
Guido Calderón
Guest
Hay una herida que sangra más que la pobreza en este país y es la elección cobarde de rendirse. Mientras el Ecuador se desangra en una guerra importada por una ideología, millones de ecuatorianos tapan los ojos a la esperanza.
En la Costa, el crimen no es solo un monstruo que llegó de fuera, también es un hijo alimentado en casa. Líderes barriales que venden el alma por un puñado de poder, lloran junto a los ataúdes que ellos mismos ayudaron a llenar, con cuerpos no solo de culpables, sino de inocentes, de niños que se les quitó la oportunidad de vivir. Jóvenes que pueden empuñar un libro, prefieren empuñar el arma que le ofrece el mismo personaje, que después acabará con su corta vida.
No es necesidad lo que mata, es la complicidad disfrazada de vulnerabilidad, es la traición que se firma con cada cobarde aceptación, a lo ilegal, a lo inmoral.
La Sierra se ahoga en su propio pantano de protestas. Líderes indígenas han convertido la lucha legítima en un negocio familiar, movilizando a sus comuneros hacia abismos de miseria perpetua, mientras ellos negocian desde cómodas oficinas financiadas desde el extranjero. Comunidades enteras mendigan ayudas del Estado con una mano, mientras con la otra destruyen la infraestructura que podría salvarlos.
La pobreza aquí no es un destino, es una decisión del líder de cada familia que apoya un negocio cuidadosamente orquestado, por aquellos que han convertido la miseria en partido político.
En la Amazonía, donde la tierra grita por cada árbol caído, los mismos que se dicen guardianes de la Pacha Mama, hoy son los capataces de la minería ilegal. Líderes comunitarios que juraron proteger la selva, ahora trazan mapas para los monstruos de metal que la devoran. La vulnerabilidad se ha convertido en su mejor excusa para envenenar ríos, mientras sus hijos aprenden que la dignidad no solo se vende, sino que se revende; y heredan los casicazgos del hambre y llanto eterno.
Esta epidemia de mendicidad agresiva en nuestras ciudades, no es hambre: es una industria. Es la elección calculada de quienes descubrieron que extender la mano da más que extender el esfuerzo. Familias enteras que podrían trabajar, prefieren robar y asaltar. Jóvenes que podrían construir, eligen destruir todo lo que tocan, empezando por sus vidas guiadas por conceptos de diversión eterna sin responsabilidad alguna.
Los mismos que ayer lloraban por oportunidades, hoy destruyen las escuelas que les ofrecen estudiar. Los que exigen empleo, bloquean las fábricas que podrían darlo y masacran a sus sueños en las redes sociales a sus dueños.
No hay víctimas inocentes en este círculo, hay cómplices que han convertido su dolor en un arma y su pobreza en un escudo para la vagancia y el crimen.
El Estado está en deuda, sí. ¿Pero qué puede hacer un gobierno cuando el ciudadano prefiere el camino corto de la ilegalidad al camino duro de la honradez?
¿Qué autoridad moral puede reclamarse cuando los líderes sociales son los primeros en vender a su gente por un puñado de dólares manchados de sangre?
Esta no es una guerra de pobres contra ricos, es la guerra de los cobardes contra los valientes, de los que eligen mancharse las manos, contra los que insisten en mantenerlas limpias aunque se les rompan. Cada bala que mata es una elección personal. Cada niño mendigando en una esquina es una traición familiar. Cada familia emigrada es una complicidad comunitaria.
Hemos dejado de ser víctimas para convertirnos en verdugos de nuestras familias. Y hasta que no reconozcamos que el monstruo no vive en el Palacio, sino en el espejo diario de cada decisión que tomamos, seguiremos cavando nuestra propia fosa con las dos manos.
Este Ecuador desgarrado no es un país para cobardes, es una tierra que exige a gritos, que escojamos entre renacer a la honradez o ser los sepultureros del último sueño de cada joven, que muere con una bala pagada por la complicidad de su misma familia.
Sigue leyendo...
El crimen en casa de caña
En la Costa, el crimen no es solo un monstruo que llegó de fuera, también es un hijo alimentado en casa. Líderes barriales que venden el alma por un puñado de poder, lloran junto a los ataúdes que ellos mismos ayudaron a llenar, con cuerpos no solo de culpables, sino de inocentes, de niños que se les quitó la oportunidad de vivir. Jóvenes que pueden empuñar un libro, prefieren empuñar el arma que le ofrece el mismo personaje, que después acabará con su corta vida.
El pantano andino
No es necesidad lo que mata, es la complicidad disfrazada de vulnerabilidad, es la traición que se firma con cada cobarde aceptación, a lo ilegal, a lo inmoral.
La Sierra se ahoga en su propio pantano de protestas. Líderes indígenas han convertido la lucha legítima en un negocio familiar, movilizando a sus comuneros hacia abismos de miseria perpetua, mientras ellos negocian desde cómodas oficinas financiadas desde el extranjero. Comunidades enteras mendigan ayudas del Estado con una mano, mientras con la otra destruyen la infraestructura que podría salvarlos.
La pobreza aquí no es un destino, es una decisión del líder de cada familia que apoya un negocio cuidadosamente orquestado, por aquellos que han convertido la miseria en partido político.
La venta de la dignidad verde
En la Amazonía, donde la tierra grita por cada árbol caído, los mismos que se dicen guardianes de la Pacha Mama, hoy son los capataces de la minería ilegal. Líderes comunitarios que juraron proteger la selva, ahora trazan mapas para los monstruos de metal que la devoran. La vulnerabilidad se ha convertido en su mejor excusa para envenenar ríos, mientras sus hijos aprenden que la dignidad no solo se vende, sino que se revende; y heredan los casicazgos del hambre y llanto eterno.
La industria de la vulnerabilidad
Esta epidemia de mendicidad agresiva en nuestras ciudades, no es hambre: es una industria. Es la elección calculada de quienes descubrieron que extender la mano da más que extender el esfuerzo. Familias enteras que podrían trabajar, prefieren robar y asaltar. Jóvenes que podrían construir, eligen destruir todo lo que tocan, empezando por sus vidas guiadas por conceptos de diversión eterna sin responsabilidad alguna.
Los mismos que ayer lloraban por oportunidades, hoy destruyen las escuelas que les ofrecen estudiar. Los que exigen empleo, bloquean las fábricas que podrían darlo y masacran a sus sueños en las redes sociales a sus dueños.
No hay víctimas inocentes en este círculo, hay cómplices que han convertido su dolor en un arma y su pobreza en un escudo para la vagancia y el crimen.
El Estado y el espejo individual
El Estado está en deuda, sí. ¿Pero qué puede hacer un gobierno cuando el ciudadano prefiere el camino corto de la ilegalidad al camino duro de la honradez?
¿Qué autoridad moral puede reclamarse cuando los líderes sociales son los primeros en vender a su gente por un puñado de dólares manchados de sangre?
Esta no es una guerra de pobres contra ricos, es la guerra de los cobardes contra los valientes, de los que eligen mancharse las manos, contra los que insisten en mantenerlas limpias aunque se les rompan. Cada bala que mata es una elección personal. Cada niño mendigando en una esquina es una traición familiar. Cada familia emigrada es una complicidad comunitaria.
Hemos dejado de ser víctimas para convertirnos en verdugos de nuestras familias. Y hasta que no reconozcamos que el monstruo no vive en el Palacio, sino en el espejo diario de cada decisión que tomamos, seguiremos cavando nuestra propia fosa con las dos manos.
Este Ecuador desgarrado no es un país para cobardes, es una tierra que exige a gritos, que escojamos entre renacer a la honradez o ser los sepultureros del último sueño de cada joven, que muere con una bala pagada por la complicidad de su misma familia.
Sigue leyendo...