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Pedro Crenes
Guest
Dicen ahora que la pobreza ha crecido en Panamá, como si no fuera culpa de nadie; como si en la palabra crecimiento no tuviéramos la clave de la responsabilidad de los sucesivos políticos que ya tocaron el poder y que hoy se presentan como alternativas a la miseria que nos ha acompañado desde siempre, aunque no queramos admitirlo.
Y no hablemos de los políticos actuales, que llenan de paja sus redes y se dicen sorprendidos —con una hipocresía casi rutinaria— por lo que ocurre, como si no lleváramos décadas enfrentando los mismos problemas que ninguno de ellos, ni los de antes ni los de ahora, ha podido resolver. Panamá se ha vuelto un país tan predecible que periodistas y opinantes solo señalan lo obvio, renunciando al análisis y a la pedagogía pública.
Crecer implica un movimiento orgánico, y en el caso de la pobreza es evidente. Un palo de mango no crece de la noche a la mañana: lo vemos desenvolverse día tras día, pero un buen día amanece más grande y nos hacemos los pendejos —¿quién puso aquí este palo de mango?—, cuando ha estado creciendo frente a nosotros sin que movamos un dedo.
Nos encanta administrar la pobreza de siempre. A veces, incluso, queremos hacerla desaparecer de la vista, como el alcalde capitalino con los biencuidaos y las personas sin techo. Son ellos, junto a las largas filas de desempleados y los compradores en ferias de comida barata, quienes sostienen el retrato real del país. Pero para que el pobre siga siendo pobre, se vende la idea de que solo la mina nos salvará, imponiéndola sobre quienes tienen necesidad y secuestrando el criterio ajeno por vía del hambre.
Falta criterio y falta pedagogía. Y hace falta reconocer algo incómodo: con mina o sin mina, los pobres seguirán ahí, porque a muchos en este país les conviene que así sea el mayor tiempo posible.
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Y no hablemos de los políticos actuales, que llenan de paja sus redes y se dicen sorprendidos —con una hipocresía casi rutinaria— por lo que ocurre, como si no lleváramos décadas enfrentando los mismos problemas que ninguno de ellos, ni los de antes ni los de ahora, ha podido resolver. Panamá se ha vuelto un país tan predecible que periodistas y opinantes solo señalan lo obvio, renunciando al análisis y a la pedagogía pública.
Crecer implica un movimiento orgánico, y en el caso de la pobreza es evidente. Un palo de mango no crece de la noche a la mañana: lo vemos desenvolverse día tras día, pero un buen día amanece más grande y nos hacemos los pendejos —¿quién puso aquí este palo de mango?—, cuando ha estado creciendo frente a nosotros sin que movamos un dedo.
Nos encanta administrar la pobreza de siempre. A veces, incluso, queremos hacerla desaparecer de la vista, como el alcalde capitalino con los biencuidaos y las personas sin techo. Son ellos, junto a las largas filas de desempleados y los compradores en ferias de comida barata, quienes sostienen el retrato real del país. Pero para que el pobre siga siendo pobre, se vende la idea de que solo la mina nos salvará, imponiéndola sobre quienes tienen necesidad y secuestrando el criterio ajeno por vía del hambre.
Falta criterio y falta pedagogía. Y hace falta reconocer algo incómodo: con mina o sin mina, los pobres seguirán ahí, porque a muchos en este país les conviene que así sea el mayor tiempo posible.
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