La generación Z redefine las rutas políticas globales

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Marcos Vaca

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Las elecciones del 16 de noviembre de 2025 en Ecuador abrieron una puerta al análisis y dejaron síntomas que deben ser tomados en cuenta por la clase política. Si no lo hace, puede cometer un error. Los jóvenes, al menos una mayoría, no votaron desde la apatía, sino desde una crítica consciente como está ocurriendo en el resto del mundo.

La generación Z ya no es un actor pasivo ni un apéndice de las viejas estructuras partidistas. Su voto fue un mensaje directo a todos los políticos, no solo al poder: las categorías políticas que dominaron el siglo XX ya no explican el presente, y tampoco ofrecen soluciones para el futuro inmediato.

Lo que ocurrió en Ecuador es parte de una tendencia global que se repite en geografías dispares como México, Lima, Yakarta o Katmandú, donde miles de jóvenes se manifiestan o protestan por razones distintas, pero que comparten un hilo común: el hartazgo hacia dirigencias que no escuchan, no evolucionan y no entienden los códigos culturales ni las urgencias de esta generación.

Las generaciones anteriores estaban dispuestas a tolerar ciertas formas de liderazgo, pero la generación Z no se siente representada por estructuras rígidas, verticales o dogmáticas.

El mensaje se repite en otros continentes: las protestas recientes en muchas ciudades de México por la inseguridad, las movilizaciones estudiantiles en Lima por la precarización educativa, las manifestaciones juveniles en Yakarta frente al retroceso democrático o la presión social en Katmandú por escándalos de corrupción comparten una misma raíz: la inconformidad con modelos políticos que no han sabido adaptarse al mundo digital, a los cambios culturales ni a la demanda de participación horizontal.

La reacción de la clase política tradicional ha sido casi idéntica en todas las latitudes: descalificar a esos jóvenes. Se les acusa de ingenuidad, de radicalismo o de falta de experiencia; incluso de ser manipulados. Se ignoran sus argumentos, se minimizan sus reclamos y se subestima su capacidad para comprender la complejidad del mundo.

Pero esas descalificaciones son, en realidad, un síntoma. Demuestran que la política institucionalizada está fuera de sintonía, aferrada a códigos que la propia sociedad ha empezado a abandonar. La negativa a escuchar las señales no solo profundiza la brecha generacional, sino que posterga un cambio que tarde o temprano será inevitable.

Un caso emblemático de este desfase es la situación de la izquierda en América Latina. Buena parte de los liderazgos tradicionales continúan aferrados a los dogmas heredados de la Revolución cubana, pese a que el contexto geopolítico y social del continente es radicalmente distinto.

La insistencia en ese relato —más simbólico que funcional— ha envejecido mal. Cuba, Venezuela y Nicaragua ya no son referentes de inspiración para la mayoría de jóvenes, porque representan modelos políticos desconectados de sus aspiraciones y de la realidad actual.

En muchos casos, generaciones enteras no ven en esos países un camino, sino un espejo de lo que no desean repetir.

La derecha, por su parte, ha encontrado cierto rejuvenecimiento gracias a liderazgos que apelan a la irreverencia, la velocidad comunicacional y el antiprogresismo militante. Sin embargo, este rejuvenecimiento no siempre se traduce en moderación o renovación democrática; a veces, más bien se acompaña de un giro hacia posiciones extremas, amplificado por algoritmos, burbujas digitales y discursos de confrontación. Así como la izquierda corre el riesgo de quedar atrapada en añoranzas ideológicas del siglo pasado, la derecha corre el riesgo de dinamizar su imagen solo para empujar el péndulo hacia los extremos.

En ese vacío —entre la nostalgia dogmática y el extremismo reactivo— podría estar emergiendo una tercera vía, no en su versión clásica de tecnocracia centrista, sino como un fenómeno que nace del cansancio generacional.

La generación Z no está necesariamente definiendo un nuevo “ismo”, pero sí está marcando las condiciones para un reajuste profundo. Sus demandas apuntan a un tipo de política más conectada con la realidad cotidiana: empleo digno, transparencia, innovación, sostenibilidad, respeto a la diversidad, coherencia pública y soluciones concretas. No se trata de un recambio cosmético, sino del inicio de una transformación más amplia que aún no encuentra canal político estructurado, pero que se está configurando de manera silenciosa.

Lo ocurrido en Ecuador es un síntoma más dentro de un mapa en movimiento. Los jóvenes no solo votan diferente; analizan diferente, se informan diferente y se organizan diferente. No creen en liderazgos mesiánicos ni en relatos épicos de salvación nacional. La tercera vía que podría estar cocinándose no surge de una academia o de un laboratorio político, sino del hartazgo acumulado frente a una clase dirigente que parece repetir las mismas fórmulas sin observar que el mundo cambió. La política no evoluciona sola: la empujan las sociedades, y hoy esa fuerza proviene sobre todo de los ciudadanos más jóvenes.

Ignorar esta señal sería repetir un error histórico. La política se transformó muchas veces a lo largo del último siglo, casi siempre obligada por realidades sociales que desbordaban sus categorías. Hoy, la generación Z está mostrando que no basta con administrar el sistema: hay que actualizarlo.

Y quizá ese sea el mensaje más urgente de estas elecciones y de las protestas globales. No se trata de elegir entre izquierda o derecha, sino de asumir que toda visión del mundo, para ser vigente, necesita evolucionar.

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