Frankenstein y el hijo pródigo

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Rodrigo Soto

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La nueva película de Guillermo del Toro, Frankenstein, ha generado todo tipo de conversaciones, y quiero aprovechar su mensaje —al menos como yo lo leo— sobre el amor y la aceptación. Hay otra historia que toca los mismos temas y que muchos conocemos: la parábola del hijo pródigo. Pero ambas llegan a respuestas opuestas ante la otredad, “lo otro”. Víctor Frankenstein rechaza su obra, mientras que el padre del hijo pródigo corre a abrazar al hijo que creía perdido sin pedir nada a cambio. Entre ambos se traza una línea moral que revela mucho sobre nuestras maneras de enfrentar hoy día el amor filial, la libertad y la identidad individual.

¿Qué hacemos con lo que nace de nosotros cuando no coincide con lo que esperábamos?

Víctor representa un modo de ser donde los vínculos más básicos —los que unen a un creador con su obra, a un padre con su hijo— pueden quebrarse cuando sus identidades e intereses divergen. Él crea vida, pero cuando esta “abre los ojos”, el rechazo es visceral, sin intento de comprender ni de acompañar. No ve a un vástago ni un reflejo: ve un error que lo interpela de forma insoportable. ¿Qué pensarán los demás si se enteran? ¿Qué dice esto de mí? Divagaciones egocéntricas que le impiden ver la humanidad de lo creado, que tendrá que aprender quién se supone debe “ser” desde el abandono. Como un Dante “perdido en selva oscura”, la criatura —no monstruo, porque monstruosidad es el nombre que se le da a lo que no se comprende— encuentra un ser bondadoso que le ofrece amistad sin ambigüedades, un acto de comunión que es también su primera lección de compasión.

Frente a Víctor tenemos al padre de la parábola, anónimo, bíblico. Es su hijo quien se aleja, pero cuando vuelve humillado, lo abraza y agasaja. Ese gesto no es ingenuidad: es gracia, es entender que la dignidad del hijo no depende de su obediencia ni de encajar en una norma. Mientras Víctor teme lo que su creación refleje en él, el padre se alegra porque el hijo —por libre albedrío— regresa. Uno dice: “Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. El otro, en el fondo, piensa: “Mi creación está viva y ojalá no lo estuviera”. ¿Cambia Víctor de opinión? Habrá que escoger entre el final de la película de Del Toro y el de la novela de Mary Shelley.

Frankenstein y la parábola hablan de lo mismo desde extremos opuestos: hay relaciones que se salvan con un abrazo y otras que se destruyen al negarse a comprender. Entre ambas respuestas se juega nuestra humanidad.

Dedico esta reflexión a los padres y madres que, por religión, vergüenza, moralina o machismo, rechazan a sus hijos e hijas cuando descubren que forman parte de la comunidad de diversidad sexual o LGBTI. Ámenlos, acéptenlos y celebren con ellos sin poner condiciones. No los pierdan por algo que no pueden cambiar. Y en cuanto a intentarlo, tocaré ese tema en una próxima opinión.

El autor es economista y autor de la novela El ansia de cosas imposibles.

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