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Pablo Deheza
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Si bien no hay una cifra exacta, se estima que entre 1.500 y 2.500 millones de personas conocen la historia de Frankenstein debido a su gran popularidad cultural. El monstruo de Frankenstein es uno de los personajes más reconocidos de la historia del cine y la literatura. Muchos de los estudios culturales señalan que su nivel de reconocimiento puede competir con Drácula, Sherlock Holmes o el hombre lobo.
Por más de una década, Guillermo del Toro se refirió al deseo de realizar su versión de la novela de Mary Shelley; estas declaraciones las hizo en entrevistas, conferencias y redes sociales. Así este proyecto se convirtió en una especie de mito, como otros tantos proyectos del mundo del celuloide. Ahora que su versión se ha hecho realidad este 2025, la expectativa que la rodea no es menor. Si bien muchos directores como Kenneth Branagh dieron matices que respondían a su época, Del Toro se encarga de crear una de las versiones más lúcidas, emocionales y políticas que complican el mito original.
La novela, que originalmente fue publicada en 1818, ha sobrevivido al paso del tiempo porque nos narra sobre el miedo humano a la muerte, a la ética científica y las consecuencias de la ambición desmedida. En el filme de Guillermo del Toro, estas inquietudes se transforman en reflexiones contemporáneas como: ¿qué significa crear vida en un siglo donde la inteligencia artificial nos supera, donde los avances biotecnológicos desdibujan los límites de la naturaleza y donde la soledad se ha convertido en una epidemia silenciosa? Y es que la versión que nos da no es un remake de alguna película anterior, sino que es una actualización emocional y política que busca dialogar directamente con el siglo XXI.
La narrativa que nos va a presentar Del Toro va a girar en torno a tres ejes conceptuales que sirven para modernizar los escritos de Shelley:
A diferencia de otras entregas que casi siempre muestran a Víctor Frankenstein como un científico atormentado, Víctor es presentado como creador irresponsable donde se refleja el drama actual de abandono, trauma y negligencia emocional. Esto simboliza a una sociedad donde se crea vida sin afecto ni pertenencia. Se puede plantear que en el filme se muestra que la criatura es una especie de hijo no querido que reclama su lugar en la humanidad, la misma que le es negada desde su primer aliento.
En una época donde se ve con normalidad la manipulación genética, la clonación, la creación de vida sintética o el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial, la película genera en el público las siguientes preguntas: ¿en qué momento una creación deja de ser solo un «objeto» para convertirse en un «sujeto»? ¿Cuándo las criaturas que construimos con nuestras propias tecnologías llegan a tener derecho a existir, expresarse, sentir o incluso sufrir?
En la historia que nos cuenta Guillermo del Toro, transforma a la criatura en un símbolo de las existencias marginadas: migrantes, minorías, personas con cuerpos divergentes, identidades no normativas. No es coincidencia que la película resalte su sensibilidad, su fragilidad y su capacidad de amar.
Mientras que versiones anteriores muestran a la criatura como amenaza que debe ser controlada, Del Toro cambia esto al plantear que no solo se escuche la voz del creador, sino la de la criatura que observa y denuncia. Su inocencia incomoda porque revela la violencia estructural que la humanidad normaliza: la explotación, el desprecio, el abandono, la crueldad cotidiana. La criatura no es el monstruo; el monstruo es todo aquello que la rodea.
Una narrativa de sensibilidad gótica
La narrativa que maneja Guillermo del Toro en el filme tiene elementos del romanticismo oscuro (paisajes sombríos, laboratorios deteriorados y una atmósfera que refleja tragedia) que son integrados a la sensibilidad estética que se tiene en el siglo XXI. Y es que la narrativa se desarrolla en tres movimientos importantes:
El primero sería la creación y huida: el nacimiento de la criatura se muestra con una secuencia visual donde el horror coexiste con la vulnerabilidad absoluta. Del Toro quiere mostrar el miedo y desconcierto del ser recién nacido cuando llega a este mundo; para ello subraya su condición infantil.
El segundo movimiento, el descubrimiento del mundo, es donde la criatura tiene que enfrentar lo mejor y lo peor que puede ofrecer la humanidad; para ello el director emplea silencios largos que sirven para crear tensión o enfatizar la introspección de los personajes; los planos abiertos y una fotografía se encargan de privilegiar los contrastes entre luz cálida y sombras opresivas. Todo ello para delinear las situaciones más humanas de la historia.
El último movimiento, la confrontación y la tragedia, se desarrolla desde el clímax de la historia. A diferencia de muchas versiones clásicas donde este se construye desde la persecución, la versión de Guillermo del Toro se produce desde la exigencia ética. La criatura al final se enfrenta a su creador, ya no para destruirlo o ser destruido, sino para obtener una explicación. Es lo que busca el filme: responder a dónde queda la responsabilidad de nuestros actos, reflejado en la historia como aquello que se crea y luego se abandona.
Si bien existen más de treinta adaptaciones directas y centenares de reinterpretaciones, ¿qué distingue la obra de Del Toro de todas las demás?
Casi siempre las adaptaciones nos han presentado a una criatura belicosa y que no suele ser un ser pensante, como lo reflejó Boris Karloff o Lon Chaney Jr. En 1994, Robert De Niro nos presentó una adaptación que intentó ser la más fiel a la novela original, mostrando profundidad emocional y algo filosófica, pero que al final acaba en tragedia para el creador y su criatura. Guillermo del Toro en su película recupera la profundidad intelectual y emocional que nos plantea en la novela Shelley. La criatura (Jacob Elordi) no solo razona, sino que poco a poco va reflexionando sobre su existencia y quiere saber cuál es su lugar en el mundo. Lo llamativo es cómo da su versión de la historia, convirtiéndolo en un protagonista pleno y, por momentos, deja de ser ese símbolo de terror tan tradicional que nos ha mostrado el cine. La lectura que hace la criatura de parte del poema de Percy Bysshe Shelley «Ozymandias», que trata sobre el faraón Ramsés II, en el poema se habla sobre la transitoriedad del poder y la fragilidad de la ambición humana, mostrando cómo incluso los logros más grandiosos terminan en la ruina, una especie de adelanto al final de la película.
La versión de Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) que construye Guillermo del Toro es un genio sensible que es incapaz de canalizar afecto genuino a causa de las pérdidas, culpas y frustraciones que se convierten en el combustible para crear vida sin medir las consecuencias. No es un villano clásico; al contrario, es un hombre atrapado en su incapacidad emocional de reflejar amor; en esencia representa una paternidad fallida.
Con este personaje, Del Toro quiere destacar que la tragedia de la película no nace de la ciencia, sino de la falla humana; y esta falla surge de la irresponsabilidad afectiva de un Víctor Frankenstein que se derrumba ante la exigencia de la criatura y quien termina diciéndole: «¿Por qué me creaste si no ibas a amarme?».
La estética híbrida de la película
Otro detalle que la diferencia de sus predecesoras es la estética híbrida que emplea Guillermo del Toro, esa combinación de múltiples estilos visuales que crearon un mundo que no pertenece a un solo género ni a una sola época. Así Del Toro toma elementos del gótico romántico del siglo XIX: castillos sombreados, mansiones opresivas, laboratorios húmedos y decadentes, paisajes nocturnos, tormentas y atmósferas melancólicas. Estos escenarios se encargan de mostrar visualmente la muerte, la tragedia y las emociones desbordadas.
Inspirándose en El gabinete del Dr. Caligari o Nosferatu, Del Toro emplea el expresionismo alemán de los años 20 para mostrar (por medio de sombras muy marcadas, composiciones dramáticas, contrastes fuertes entre luz y oscuridad) el tono psicológico del conflicto interno de los personajes.
También está presente una estética steampunk/protoindustrial que incorpora máquinas de hierro, instrumentos científicos antiguos, cables, válvulas, bobinas y prototipos mecánicos imposibles que conectan la película con las inquietudes científicas del siglo XXI (tecnologías que están empezando a superar la moral).
También está presente el estilo personal que imprime en sus películas Guillermo del Toro: colores saturados (rojos, verdes profundos, ocres), criaturas bellas dentro de su monstruosidad, atmósferas cargadas de melancolía y composición pictórica en cada encuadre; un claro ejemplo es la estética de la criatura que se refleja en un cuerpo remendado, pero filmado con sensibilidad. Todo esto hace que el espectador perciba a la película como algo antiguo con un pensamiento nuevo.
En conclusión, para que el mito de Shelley siga vivo, su narrativa es flexible, lo que le permite adaptarse a cada época, y es lo que Guillermo del Toro nota y utiliza para su filme. Frankenstein funciona como un espejo de nosotros reflejando las fallas, los miedos y las tecnologías descontroladas de este siglo XXI. Un siglo atravesado por la soledad y el aislamiento que han generado las redes sociales y el auge de inteligencias artificiales que imitan la vida y van creando un modelo social que produce marginación sistemática.
La criatura de Del Toro aparece como un recordatorio de todo aquello que la humanidad prefiere no mirar: el daño que producimos cuando dejamos de reconocernos en el otro. Su última pregunta —»¿Por qué me creaste si no ibas a amarme?»— resuena más allá de la pantalla. Es la pregunta de todas las existencias marginadas, de todas las vidas desatendidas, de todas las criaturas que el sistema genera y luego descarta. Guillermo del Toro no solo ha filmado Frankenstein. Ha filmado el siglo XXI.
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Por más de una década, Guillermo del Toro se refirió al deseo de realizar su versión de la novela de Mary Shelley; estas declaraciones las hizo en entrevistas, conferencias y redes sociales. Así este proyecto se convirtió en una especie de mito, como otros tantos proyectos del mundo del celuloide. Ahora que su versión se ha hecho realidad este 2025, la expectativa que la rodea no es menor. Si bien muchos directores como Kenneth Branagh dieron matices que respondían a su época, Del Toro se encarga de crear una de las versiones más lúcidas, emocionales y políticas que complican el mito original.
La novela, que originalmente fue publicada en 1818, ha sobrevivido al paso del tiempo porque nos narra sobre el miedo humano a la muerte, a la ética científica y las consecuencias de la ambición desmedida. En el filme de Guillermo del Toro, estas inquietudes se transforman en reflexiones contemporáneas como: ¿qué significa crear vida en un siglo donde la inteligencia artificial nos supera, donde los avances biotecnológicos desdibujan los límites de la naturaleza y donde la soledad se ha convertido en una epidemia silenciosa? Y es que la versión que nos da no es un remake de alguna película anterior, sino que es una actualización emocional y política que busca dialogar directamente con el siglo XXI.
La narrativa que nos va a presentar Del Toro va a girar en torno a tres ejes conceptuales que sirven para modernizar los escritos de Shelley:
- La paternidad fallida y la responsabilidad afectiva
A diferencia de otras entregas que casi siempre muestran a Víctor Frankenstein como un científico atormentado, Víctor es presentado como creador irresponsable donde se refleja el drama actual de abandono, trauma y negligencia emocional. Esto simboliza a una sociedad donde se crea vida sin afecto ni pertenencia. Se puede plantear que en el filme se muestra que la criatura es una especie de hijo no querido que reclama su lugar en la humanidad, la misma que le es negada desde su primer aliento.
- La pregunta ética sobre la vida artificial
En una época donde se ve con normalidad la manipulación genética, la clonación, la creación de vida sintética o el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial, la película genera en el público las siguientes preguntas: ¿en qué momento una creación deja de ser solo un «objeto» para convertirse en un «sujeto»? ¿Cuándo las criaturas que construimos con nuestras propias tecnologías llegan a tener derecho a existir, expresarse, sentir o incluso sufrir?
En la historia que nos cuenta Guillermo del Toro, transforma a la criatura en un símbolo de las existencias marginadas: migrantes, minorías, personas con cuerpos divergentes, identidades no normativas. No es coincidencia que la película resalte su sensibilidad, su fragilidad y su capacidad de amar.
- El monstruo como espejo
Mientras que versiones anteriores muestran a la criatura como amenaza que debe ser controlada, Del Toro cambia esto al plantear que no solo se escuche la voz del creador, sino la de la criatura que observa y denuncia. Su inocencia incomoda porque revela la violencia estructural que la humanidad normaliza: la explotación, el desprecio, el abandono, la crueldad cotidiana. La criatura no es el monstruo; el monstruo es todo aquello que la rodea.
Una narrativa de sensibilidad gótica
La narrativa que maneja Guillermo del Toro en el filme tiene elementos del romanticismo oscuro (paisajes sombríos, laboratorios deteriorados y una atmósfera que refleja tragedia) que son integrados a la sensibilidad estética que se tiene en el siglo XXI. Y es que la narrativa se desarrolla en tres movimientos importantes:
El primero sería la creación y huida: el nacimiento de la criatura se muestra con una secuencia visual donde el horror coexiste con la vulnerabilidad absoluta. Del Toro quiere mostrar el miedo y desconcierto del ser recién nacido cuando llega a este mundo; para ello subraya su condición infantil.
El segundo movimiento, el descubrimiento del mundo, es donde la criatura tiene que enfrentar lo mejor y lo peor que puede ofrecer la humanidad; para ello el director emplea silencios largos que sirven para crear tensión o enfatizar la introspección de los personajes; los planos abiertos y una fotografía se encargan de privilegiar los contrastes entre luz cálida y sombras opresivas. Todo ello para delinear las situaciones más humanas de la historia.
El último movimiento, la confrontación y la tragedia, se desarrolla desde el clímax de la historia. A diferencia de muchas versiones clásicas donde este se construye desde la persecución, la versión de Guillermo del Toro se produce desde la exigencia ética. La criatura al final se enfrenta a su creador, ya no para destruirlo o ser destruido, sino para obtener una explicación. Es lo que busca el filme: responder a dónde queda la responsabilidad de nuestros actos, reflejado en la historia como aquello que se crea y luego se abandona.
Si bien existen más de treinta adaptaciones directas y centenares de reinterpretaciones, ¿qué distingue la obra de Del Toro de todas las demás?
Casi siempre las adaptaciones nos han presentado a una criatura belicosa y que no suele ser un ser pensante, como lo reflejó Boris Karloff o Lon Chaney Jr. En 1994, Robert De Niro nos presentó una adaptación que intentó ser la más fiel a la novela original, mostrando profundidad emocional y algo filosófica, pero que al final acaba en tragedia para el creador y su criatura. Guillermo del Toro en su película recupera la profundidad intelectual y emocional que nos plantea en la novela Shelley. La criatura (Jacob Elordi) no solo razona, sino que poco a poco va reflexionando sobre su existencia y quiere saber cuál es su lugar en el mundo. Lo llamativo es cómo da su versión de la historia, convirtiéndolo en un protagonista pleno y, por momentos, deja de ser ese símbolo de terror tan tradicional que nos ha mostrado el cine. La lectura que hace la criatura de parte del poema de Percy Bysshe Shelley «Ozymandias», que trata sobre el faraón Ramsés II, en el poema se habla sobre la transitoriedad del poder y la fragilidad de la ambición humana, mostrando cómo incluso los logros más grandiosos terminan en la ruina, una especie de adelanto al final de la película.
La versión de Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) que construye Guillermo del Toro es un genio sensible que es incapaz de canalizar afecto genuino a causa de las pérdidas, culpas y frustraciones que se convierten en el combustible para crear vida sin medir las consecuencias. No es un villano clásico; al contrario, es un hombre atrapado en su incapacidad emocional de reflejar amor; en esencia representa una paternidad fallida.
Con este personaje, Del Toro quiere destacar que la tragedia de la película no nace de la ciencia, sino de la falla humana; y esta falla surge de la irresponsabilidad afectiva de un Víctor Frankenstein que se derrumba ante la exigencia de la criatura y quien termina diciéndole: «¿Por qué me creaste si no ibas a amarme?».
La estética híbrida de la película
Otro detalle que la diferencia de sus predecesoras es la estética híbrida que emplea Guillermo del Toro, esa combinación de múltiples estilos visuales que crearon un mundo que no pertenece a un solo género ni a una sola época. Así Del Toro toma elementos del gótico romántico del siglo XIX: castillos sombreados, mansiones opresivas, laboratorios húmedos y decadentes, paisajes nocturnos, tormentas y atmósferas melancólicas. Estos escenarios se encargan de mostrar visualmente la muerte, la tragedia y las emociones desbordadas.
Inspirándose en El gabinete del Dr. Caligari o Nosferatu, Del Toro emplea el expresionismo alemán de los años 20 para mostrar (por medio de sombras muy marcadas, composiciones dramáticas, contrastes fuertes entre luz y oscuridad) el tono psicológico del conflicto interno de los personajes.
También está presente una estética steampunk/protoindustrial que incorpora máquinas de hierro, instrumentos científicos antiguos, cables, válvulas, bobinas y prototipos mecánicos imposibles que conectan la película con las inquietudes científicas del siglo XXI (tecnologías que están empezando a superar la moral).
También está presente el estilo personal que imprime en sus películas Guillermo del Toro: colores saturados (rojos, verdes profundos, ocres), criaturas bellas dentro de su monstruosidad, atmósferas cargadas de melancolía y composición pictórica en cada encuadre; un claro ejemplo es la estética de la criatura que se refleja en un cuerpo remendado, pero filmado con sensibilidad. Todo esto hace que el espectador perciba a la película como algo antiguo con un pensamiento nuevo.
En conclusión, para que el mito de Shelley siga vivo, su narrativa es flexible, lo que le permite adaptarse a cada época, y es lo que Guillermo del Toro nota y utiliza para su filme. Frankenstein funciona como un espejo de nosotros reflejando las fallas, los miedos y las tecnologías descontroladas de este siglo XXI. Un siglo atravesado por la soledad y el aislamiento que han generado las redes sociales y el auge de inteligencias artificiales que imitan la vida y van creando un modelo social que produce marginación sistemática.
La criatura de Del Toro aparece como un recordatorio de todo aquello que la humanidad prefiere no mirar: el daño que producimos cuando dejamos de reconocernos en el otro. Su última pregunta —»¿Por qué me creaste si no ibas a amarme?»— resuena más allá de la pantalla. Es la pregunta de todas las existencias marginadas, de todas las vidas desatendidas, de todas las criaturas que el sistema genera y luego descarta. Guillermo del Toro no solo ha filmado Frankenstein. Ha filmado el siglo XXI.
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