Fiestón en la Península de Yucatán

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Rodolfo Aliaga

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El día en que perdí la timidez y la parálisis escénica para bailar a eso de mis temblorosos 15 años, pude entender que habíamos llegado al mundo no para molernos en una existencia de productividades, rendimientos y distinciones de “empleado del mes”. Ese día comencé a comprender por qué, muy a pesar de las carencias y la precariedad cotidiana, desde África nos venían enseñando desde tiempos coloniales que la vida estaba hecha de danza y juego, no como expresión de la competitividad deportivo-comercial, sino como manera de expresar que cuerpo y alma pueden ser una sola cosa si hay con quienes juntarse para celebrar los encuentros de nuestros latidos con selvas, bosques, playas y agradecimiento cotidiano a todo lo que la Pachamama nos provee para estar y ser aquí en la tierra contemplando los mares y los cielos.

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El 8 de noviembre de 2025, mientras en Bolivia se ejecutaba ese predecible ceremonial de posesión presidencial, quiso esta hermosa vida que, en la Península de Yucatán, en la Riviera Maya, Andrés y Talia nos abrieran las puertas de su diario compartir para un festejo que se ha convertido en el fiestón de mi vida, de esos que uno se niega a que se terminen, de esas celebraciones que se extraña con la idea de que ojalá no se hubiera acabado jamás.

Todo fue fluyendo desde la caminata-pasarela en que acompañé a Andrés tomados de la mano hasta esa especie de altar situado enfrente del Caribe turquesa, las convenciones matrimoniales fueron pulverizadas una a una, con sistemática espontaneidad, comenzando por el inicio de la bailadera con Cariñito (Angel Aníbal Rosado, 1979), esa cumbia peruana que dice “lloro por quererte, por amarte y por desearte”, momento a partir del que estábamos asistiendo a esa tarde-noche mágica con amigas, amigos y amigues de 15 nacionalidades y 16 países de residencia, gran parte de ellos brasileños y brasileñas, contando además con un taiwanés, un nigeriano y un ucraniano.

La patria íntima de Andrés obtenida desde sus 17 años es la patria del viaje, la interculturalidad, la patria humana sin fronteras que encuentra algo así como una cúspide en el compromiso que se expresaran en castellano y en inglés con Talia, una entrañable neoyorkina que ha disfrutado del salar de Uyuni, de la comida del restaurant Popular de la calle Murillo de La Paz y que sabe perfectamente qué significa en nuestro lenguaje “se ha estido”.

Sin curas católicos, con sutiles gestos simbólicos de la tradición judía, Marla y Cecilia, madres de Talia y Andrés dirigiendo la ceremonia, llegó el momento en que me tocaba decir eso que convencionalmente se denomina palabras de circunstancia. Diez minutos antes del desafío, no sabía qué iba a decir, hasta que divisé a Samires y a los chicos y chicas con los que Andrés había compartido la Universidad Federal de Fluminense en Niteroi durante cinco años, y se me abrió el diccionario: Saudade. Diré algo sobre la saudade, esa hermosa palabra en portugués, que no tiene traducción por cómo se escribe y cómo se pronuncia, y que en castellano significaría extrañamiento, y “en camba” quiere decir chopole y que se utiliza para expresar la necesidad interior de estar junto a una persona por quién se siente un profundo afecto.

A sus cinco tiernos años, Andrés dijo en otro contexto “quiero ser el aire” y así ha sucedido hasta ahora que ha hecho de sus periplos por el planeta, un sentido de vida. Saudade es entonces esa palabra que, así como sugiere nostalgia, también significa celebración por los altos vuelos emprendidos por una persona querida hasta la médula. El breve discurso de diez minutos sobre la saudade activó las fibras de estos jóvenes que me dijeron luego, en perfecto portuñol, qué habían sentido cuando llegué a decir que no hay una palabra tan maravillosa como esa para definir nuestra conexión con el otro, con los seres queridos y otros no tan queridos, pero igualmente reconocidos en el sentido dialógico de la vida.

Santiago (As7ro) cantó Al otro lado del río de Jorge Drexler, Sebastián nos hizo bailar con oficio de DJ durante una hora de la fiesta en la que hicimos rondas y trencitos, y Camila que no pudo estar con nosotros, ponía en escena a las 8 de la noche de ese 8 de noviembre su monólogo Crónicas de la maternidarks en La Perrera de La Paz, acompañada en el escenario por el gran León, que ese día estaba a cuatro de cumplir su primer año de vida. Con el Arcángel Miguel nos trenzamos en un momento de pausa del baile sobre si había o no razón para que México no hubiera invitado al rey emérito de España a la posesión de Claudia Sheinbaum. Hasta para ventilar diferencias de enfoque sobre nuestras visiones dio esta fiesta de la diversidad en la que quedó manifiesta esa vital necesidad de juntarnos para brindar y hacerlo también con singani boliviano etiqueta negra.

La fiesta que nos regalaron Tania y Andrés se ha convertido en la certificación del sentido que decidimos darles a nuestras vidas y, por eso, nada mejor que exclamar jallalla. Por los sueños compartidos y porque esta fiesta nos ha confirmado que nadie jamás nos quitará lo bailado.

(*) Julio Peñaloza Bretel es periodista

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