F
Fausto Segovia Baus
Guest
Quito, en la década de los sesenta, era una ciudad “grande”, que comenzaba en Chimbacalle, al sur, célebre por el ferrocarril trasandino, obra del Viejo Luchador, y terminaba en el “Guambra”, debajo de un paso a desnivel, al norte. El resto era pampa, potreros y haciendas.
El centro parecía un gran damero con muchos mercados y recovecos donde se vendía de todo. Ríos de gente había por doquier, de manera especial en la Plaza Grande, San Francisco, la Merced, la Ipiales y Santo Domingo. Las principales líneas de buses eran Iñaquito-Villa Flora y Colón Camal, que cruzaban la ciudad de sur a norte y viceversa -un verdadero fideo- con tarifas de veinte y cincuenta centavos. Más tarde llegaron los “micros” de un sucre.
Chimbacalle olía a “waipe” –aceite de tren- y a comida, especialmente de “cosas finas”: fritada, mote y deliciosas empanadas. El Quito antiguo olía, en cambio, a palo santo, sahumerio, bolas de maní, suspiros, melcochas, delicados y mojicones… ¡Qué delicia!
En la avenida 24 de Mayo –famosa por los antros de antaño y el mercadillo del sábado- encontré sorpresas que nutrieron de encanto mi alma. La gente formaba círculos alrededor de personas que, en voz alta, contaban historias, vendían algo o adivinaban la suerte. Eran los mercachifles, adivinos y magos populares que, en un concierto de vocinglerías y zanganadas, hacían reír a medio mundo, y luego pasaban un sombrero para que el “culto público” dejara una peseta.
Otros –como yo- seguíamos con atención la palabrería fecunda, llena de interrogantes, suspicacias y sospechas… y la calavera no aparecía, la culebra no salía de la canasta, y la uña de la gran bestia era una cortina de humo. ¡Primicias de la “carita de Dios”!
En ese escenario mágico deambulaba el chulla quiteño, un personaje peculiar de la geografía quiteña, descrito de manera magistral por Jorge Icaza en “El chulla Romero y Flores”. El chulla se distinguía en toda reunión social –sobre todo en las fiestas y velorios–, y en otros escenarios de la cotidianidad: los parques, las plazas, las iglesias y las oficinas públicas. ¡El chulla está ahora en “capilla” o ya no existe!
Y ¿quién era el chulla? Chulla proviene del quichua que significa uno. Ser chulla, en este sentido, es único. Equivale al hombre que lleva chulla leva sin calé… que quiere decir sin plata. Lo más importante del chulla era su estampa, su forma de vestir y actuar. Era el típico empleado público de antaño, que vivía de las apariencias… Por eso le decían “plantilla” porque en ocasiones quedaba mal, pero se reivindicaba.
Era un señor a carta cabal, chistoso, embromón, astuto, hábil para enamorar, badulaque, buena gente y querido por todos. “Las estampas quiteñas”, gracias a Ernesto Albán y Alfonso García Muñoz, retrataron con gracejo este ilustre personaje del pueblo quiteño.
¡Desde estas líneas, nuestro elogio al chulla de siempre que vivirá en el país de nuestros recuerdos!
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El centro parecía un gran damero con muchos mercados y recovecos donde se vendía de todo. Ríos de gente había por doquier, de manera especial en la Plaza Grande, San Francisco, la Merced, la Ipiales y Santo Domingo. Las principales líneas de buses eran Iñaquito-Villa Flora y Colón Camal, que cruzaban la ciudad de sur a norte y viceversa -un verdadero fideo- con tarifas de veinte y cincuenta centavos. Más tarde llegaron los “micros” de un sucre.
Chimbacalle olía a “waipe” –aceite de tren- y a comida, especialmente de “cosas finas”: fritada, mote y deliciosas empanadas. El Quito antiguo olía, en cambio, a palo santo, sahumerio, bolas de maní, suspiros, melcochas, delicados y mojicones… ¡Qué delicia!
En la avenida 24 de Mayo –famosa por los antros de antaño y el mercadillo del sábado- encontré sorpresas que nutrieron de encanto mi alma. La gente formaba círculos alrededor de personas que, en voz alta, contaban historias, vendían algo o adivinaban la suerte. Eran los mercachifles, adivinos y magos populares que, en un concierto de vocinglerías y zanganadas, hacían reír a medio mundo, y luego pasaban un sombrero para que el “culto público” dejara una peseta.
Otros –como yo- seguíamos con atención la palabrería fecunda, llena de interrogantes, suspicacias y sospechas… y la calavera no aparecía, la culebra no salía de la canasta, y la uña de la gran bestia era una cortina de humo. ¡Primicias de la “carita de Dios”!
En ese escenario mágico deambulaba el chulla quiteño, un personaje peculiar de la geografía quiteña, descrito de manera magistral por Jorge Icaza en “El chulla Romero y Flores”. El chulla se distinguía en toda reunión social –sobre todo en las fiestas y velorios–, y en otros escenarios de la cotidianidad: los parques, las plazas, las iglesias y las oficinas públicas. ¡El chulla está ahora en “capilla” o ya no existe!
Y ¿quién era el chulla? Chulla proviene del quichua que significa uno. Ser chulla, en este sentido, es único. Equivale al hombre que lleva chulla leva sin calé… que quiere decir sin plata. Lo más importante del chulla era su estampa, su forma de vestir y actuar. Era el típico empleado público de antaño, que vivía de las apariencias… Por eso le decían “plantilla” porque en ocasiones quedaba mal, pero se reivindicaba.
Era un señor a carta cabal, chistoso, embromón, astuto, hábil para enamorar, badulaque, buena gente y querido por todos. “Las estampas quiteñas”, gracias a Ernesto Albán y Alfonso García Muñoz, retrataron con gracejo este ilustre personaje del pueblo quiteño.
¡Desde estas líneas, nuestro elogio al chulla de siempre que vivirá en el país de nuestros recuerdos!
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