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Rodolfo Aliaga
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La aprobación del Decreto Supremo 5503 abrió un debate que va mucho más allá de la economía. Aunque la reacción ciudadana mayoritaria ha sido de cautela y comprensión -muchos saben que una medida de esta naturaleza era inevitable-, no han tardado en reaparecer los viejos reflejos corporativos de quienes, durante años, guardaron silencio cobarde o fueron directamente compinches del régimen depredador que condujo al país a esta crisis.
Como era previsible, algunos sectores se declararon abiertamente contrarios al reordenamiento económico. Entre ellos, la COB, que hasta hace poco se mostraba dócil frente al gobierno de Luis Arce, respaldándolo a fuerza de prebendas y concesiones que ilustran el deterioro institucional acumulado.
Lea: Kast y el endurecimiento de la frontera con Bolivia
También los transportistas han rechazado las medidas, pese a haber sido beneficiados con disposiciones concretas como la liberación de aranceles para la importación de llantas, repuestos, aceites y otros insumos esenciales. Desconocer estos alivios y trasladar todo el costo al usuario no es sincerar precios; es aprovechar el desconcierto y apostar a cosechar en el desorden.
Al río revuelto se suman sectores tradicionalmente radicales de la izquierda, como algunos grupos de mineros y del magisterio, fieles a una lógica de confrontación permanente “hasta las últimas consecuencias”. No es una novedad. Forma parte de un repertorio conocido que se activa cada vez que se ponen en riesgo sus privilegios.
Son las expresiones de un sindicalismo deformado durante el ciclo populista. El masismo se encargó de corromper la representación gremial, desvirtuó las estructuras corporativas con dádivas -financiadas con recursos del Estado- y las convirtió en instrumentos de obediencia política. Así lograron, durante casi dos décadas, el silencio y la complicidad de quienes hoy denuncian el ajuste.
Lo más grave, sin embargo, no proviene de las corporaciones, sino del propio poder político. Que el vicepresidente Edmand Lara haya cuestionado públicamente una decisión estructural del Ejecutivo, en medio de un ajuste inevitable, no es un simple gesto de disenso ni una torpeza comunicacional. Es la manifestación de una estrategia personal: desmarcarse del costo, erosionar al gobierno y posicionarse como relevo populista, aspirando a ocupar el lugar que tuvo Evo Morales. En lugar de actuar como factor de cohesión institucional, el vicepresidente se comporta como el principal opositor interno, dispuesto a capitalizar el descontento aun a costa de la estabilidad del país.
¿Qué ocurriría si logra aprobar una ley que deje sin efecto el DS 5503? ¿Con qué recursos se repondría el subsidio a los carburantes en una economía exhausta como la que dejó el MAS?
En la misma lógica, resulta particularmente decepcionante la postura de Tuto Quiroga. Durante la campaña defendió un programa económico incluso más radical que el que hoy se discute, y ahora opta ahora por cuestionar medidas que sabía urgentes. Esa inconsistencia denota una frustración no resuelta, que sigue condicionando su juicio político.
En ese clima enrarecido, brilla la desfachatez del expresidente Luis Arce, hoy con detención preventiva mientras se sustancia su proceso judicial, quien se permite criticar y pontificar pese a haber sido denunciado por su participación en la millonaria depredación del Fondo Indígena.
Por último, con un cinismo inadmisible, el principal responsable del dispendio, la corrupción y la destrucción institucional reaparece desde el Chapare anunciando movilizaciones y marchas para exigir el cambio de gobierno. No convoca a la defensa de derechos, sino a la preservación de su poder personal. No asume el fracaso del sistema socialista; amenaza con el caos para evitar rendir cuentas.
Pero algo empieza a cambiar. En distintos puntos del país, ciudadanos comunes han enfrentado a grupos que intentaban iniciar bloqueos, recordándoles que la crisis no cayó del cielo y que las medidas adoptadas son consecuencia directa de un modelo agotado. El mensaje es claro: el miedo comienza a cambiar de bando.
Este dato no es menor. Durante años, la calle fue monopolizada por organizaciones que, bajo el rótulo engañoso de “movimientos sociales”, se arrogaban la representación del “pueblo”. Hoy emergen ciudadanos que ya no aplauden el bloqueo y que no se callan. Es un síntoma social que la política debería leer con atención.
Bolivia ya vivió en 2019 una experiencia decisiva, cuando la presión ciudadana logró poner fin a un proyecto autoritario divorciado de la legalidad y de la verdad. Esa misma fuerza social puede hoy cumplir otro rol fundamental: respaldar decisiones difíciles cuando son necesarias.
El ajuste no es virtuoso por sí mismo. Pero la negación tampoco lo es. Y cuando la política duda, cuando los líderes se esconden para no pagar costos, la sociedad queda expuesta a los mismos actores -o sus émulos- que lucraron durante años con el dispendio.
Esta crisis, producto de dos decenios de ineptitud y corrupción, es más grave que la de 1985. Entonces hubo dirigentes capaces de anteponer la patria a sus diferencias y asumir el costo político de decisiones impopulares pero necesarias. Hoy esa estatura escasea, y el vacío de liderazgo abre espacio al chantaje y a la amenaza permanente del desorden.
Por eso la escena de ciudadanos enfrentando a los bloqueadores no es una anécdota aislada; es una advertencia. La paciencia social no es infinita. Cuando la política abdica de su responsabilidad, la ciudadanía no solo tiene derecho a exigir cuentas, sino también el deber de defender la convivencia, la paz, la legalidad y el libre tránsito frente a quienes buscan imponer el caos como método. Al final, el que paga la cuenta de las farras públicas es el ciudadano.
Si la dirigencia política y sindical no está a la altura del momento histórico, será la sociedad, organizada y consciente, la que marque el límite, en la calle y en las urnas.
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Como era previsible, algunos sectores se declararon abiertamente contrarios al reordenamiento económico. Entre ellos, la COB, que hasta hace poco se mostraba dócil frente al gobierno de Luis Arce, respaldándolo a fuerza de prebendas y concesiones que ilustran el deterioro institucional acumulado.
Lea: Kast y el endurecimiento de la frontera con Bolivia
También los transportistas han rechazado las medidas, pese a haber sido beneficiados con disposiciones concretas como la liberación de aranceles para la importación de llantas, repuestos, aceites y otros insumos esenciales. Desconocer estos alivios y trasladar todo el costo al usuario no es sincerar precios; es aprovechar el desconcierto y apostar a cosechar en el desorden.
Al río revuelto se suman sectores tradicionalmente radicales de la izquierda, como algunos grupos de mineros y del magisterio, fieles a una lógica de confrontación permanente “hasta las últimas consecuencias”. No es una novedad. Forma parte de un repertorio conocido que se activa cada vez que se ponen en riesgo sus privilegios.
Son las expresiones de un sindicalismo deformado durante el ciclo populista. El masismo se encargó de corromper la representación gremial, desvirtuó las estructuras corporativas con dádivas -financiadas con recursos del Estado- y las convirtió en instrumentos de obediencia política. Así lograron, durante casi dos décadas, el silencio y la complicidad de quienes hoy denuncian el ajuste.
Lo más grave, sin embargo, no proviene de las corporaciones, sino del propio poder político. Que el vicepresidente Edmand Lara haya cuestionado públicamente una decisión estructural del Ejecutivo, en medio de un ajuste inevitable, no es un simple gesto de disenso ni una torpeza comunicacional. Es la manifestación de una estrategia personal: desmarcarse del costo, erosionar al gobierno y posicionarse como relevo populista, aspirando a ocupar el lugar que tuvo Evo Morales. En lugar de actuar como factor de cohesión institucional, el vicepresidente se comporta como el principal opositor interno, dispuesto a capitalizar el descontento aun a costa de la estabilidad del país.
¿Qué ocurriría si logra aprobar una ley que deje sin efecto el DS 5503? ¿Con qué recursos se repondría el subsidio a los carburantes en una economía exhausta como la que dejó el MAS?
En la misma lógica, resulta particularmente decepcionante la postura de Tuto Quiroga. Durante la campaña defendió un programa económico incluso más radical que el que hoy se discute, y ahora opta ahora por cuestionar medidas que sabía urgentes. Esa inconsistencia denota una frustración no resuelta, que sigue condicionando su juicio político.
En ese clima enrarecido, brilla la desfachatez del expresidente Luis Arce, hoy con detención preventiva mientras se sustancia su proceso judicial, quien se permite criticar y pontificar pese a haber sido denunciado por su participación en la millonaria depredación del Fondo Indígena.
Por último, con un cinismo inadmisible, el principal responsable del dispendio, la corrupción y la destrucción institucional reaparece desde el Chapare anunciando movilizaciones y marchas para exigir el cambio de gobierno. No convoca a la defensa de derechos, sino a la preservación de su poder personal. No asume el fracaso del sistema socialista; amenaza con el caos para evitar rendir cuentas.
Pero algo empieza a cambiar. En distintos puntos del país, ciudadanos comunes han enfrentado a grupos que intentaban iniciar bloqueos, recordándoles que la crisis no cayó del cielo y que las medidas adoptadas son consecuencia directa de un modelo agotado. El mensaje es claro: el miedo comienza a cambiar de bando.
Este dato no es menor. Durante años, la calle fue monopolizada por organizaciones que, bajo el rótulo engañoso de “movimientos sociales”, se arrogaban la representación del “pueblo”. Hoy emergen ciudadanos que ya no aplauden el bloqueo y que no se callan. Es un síntoma social que la política debería leer con atención.
Bolivia ya vivió en 2019 una experiencia decisiva, cuando la presión ciudadana logró poner fin a un proyecto autoritario divorciado de la legalidad y de la verdad. Esa misma fuerza social puede hoy cumplir otro rol fundamental: respaldar decisiones difíciles cuando son necesarias.
El ajuste no es virtuoso por sí mismo. Pero la negación tampoco lo es. Y cuando la política duda, cuando los líderes se esconden para no pagar costos, la sociedad queda expuesta a los mismos actores -o sus émulos- que lucraron durante años con el dispendio.
Esta crisis, producto de dos decenios de ineptitud y corrupción, es más grave que la de 1985. Entonces hubo dirigentes capaces de anteponer la patria a sus diferencias y asumir el costo político de decisiones impopulares pero necesarias. Hoy esa estatura escasea, y el vacío de liderazgo abre espacio al chantaje y a la amenaza permanente del desorden.
Por eso la escena de ciudadanos enfrentando a los bloqueadores no es una anécdota aislada; es una advertencia. La paciencia social no es infinita. Cuando la política abdica de su responsabilidad, la ciudadanía no solo tiene derecho a exigir cuentas, sino también el deber de defender la convivencia, la paz, la legalidad y el libre tránsito frente a quienes buscan imponer el caos como método. Al final, el que paga la cuenta de las farras públicas es el ciudadano.
Si la dirigencia política y sindical no está a la altura del momento histórico, será la sociedad, organizada y consciente, la que marque el límite, en la calle y en las urnas.
(*) Johnny Nogales Viruez es abogado y analista político
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