A
Ana Gabriela Lucas Quintero
Guest
“Tengo una enfermedad mental que me hace pensar que la gente cambiará de opinión si presento los argumentos correctos con los hechos y datos adecuados”— Hegel Borg.
Esa frase me la compartió un amigo a quien admiro mucho. Desde entonces no dejo de pensar en ella. Porque muchas veces me he sentido igual: convencida de que si mostramos los datos correctos, la evidencia sólida, los estudios, los números reales, entonces quienes hoy temen a las vacunas entenderían que no hay nada que temer.
Pero vivimos en un tiempo donde el miedo tiene más alcance que cualquier gráfico. Donde una figura pública sin formación científica puede generar más dudas que un comité de expertos. Donde un video alarmista en redes sociales viaja más rápido que la verdad. Y ese miedo, repetido millones de veces, se vuelve convincente incluso para padres que solo buscan proteger a sus hijos.
Por eso quiero partir de una confesión importante: yo también sentí miedo.Cuando nació mi hija Clara, experimenté una mezcla de felicidad profunda y un nivel de vulnerabilidad que nunca había sentido. De repente, un ser diminuto dependía casi por completo de mí. Como cualquier madre o padre, solo quería protegerla.
Cuando llegó el momento de sus primeras vacunas, yo, pediatra formada, convencida y defensora de la evidencia, también dudé. ¿Y si ella era uno de esos casos rarísimos con una reacción grave? ¿Y si le dolía demasiado? ¿Y si...?
El miedo no siempre obedece a la razón. Y aunque sabía perfectamente, desde el punto de vista científico, que las vacunas eran la mejor decisión, como madre tuve ese nudo en el estómago que muchos padres conocen bien.
Después de conversarlo con mi esposo y con su pediatra, decidimos vacunarla con todas las vacunas recomendadas. Incluso covid-19 (Clari siempre cuenta con orgullo que tiene cinco dosis). Hoy Clara tiene ocho años, está sana, es feliz, ama la gimnasia y sueña con ser diseñadora de modas. Y cada vez que la veo correr o reírse, pienso: este futuro también lo deseo para todos los niños.
Comparto esta versión corta de nuestra historia por una razón sencilla: si yo, siendo pediatra, sentí miedo, ¿cómo no van a sentirlo otros padres que no viven rodeados de evidencia todos los días? El miedo no nos hace ignorantes; nos hace humanos.
En estos últimos años, he visto cómo la conversación pública sobre vacunas se ha ido contaminando de desinformación. No siempre malintencionada, pero sí dañina. Y ese ambiente de duda se infiltra en todo: en chats de padres, en comentarios de redes, en conversaciones de pasillo, en titulares que buscan clics más que claridad.
A veces siento que la ciencia habla en un idioma y el miedo en otro. Y tristemente, el miedo suele tener mejor amplificación.
Pero la realidad —la que no genera likes ni polémicas— es firme: las vacunas salvan vidas, protegen comunidades enteras y han transformado la historia de la humanidad más que casi cualquier otro avance médico.
No lo digo solo como pediatra. Lo digo como madre que también atravesó el miedo y salió del otro lado con más convicción. Vacunar es elegir darles a nuestros hijos un futuro con menos riesgos y más oportunidades.
Mientras algunas figuras públicas alimentan dudas, la evidencia hace exactamente lo contrario: nos muestra, una y otra vez, que las vacunas son seguras y que son una de las herramientas más poderosas que tenemos para proteger a quienes más amamos.
A los padres que hoy se sienten inquietos, confundidos o temerosos, les digo: no están solos. Tener dudas es normal. Preguntar es sano. Y conversar es necesario.
Aquí estoy, no para ganar un debate, sino para acompañar desde la empatía, la información confiable y la experiencia de ser mamá y pediatra al mismo tiempo. Porque, al final, todos queremos lo mismo: niños que crezcan sanos, seguros y felices.
La autora es pediatra.
Sigue leyendo...
Esa frase me la compartió un amigo a quien admiro mucho. Desde entonces no dejo de pensar en ella. Porque muchas veces me he sentido igual: convencida de que si mostramos los datos correctos, la evidencia sólida, los estudios, los números reales, entonces quienes hoy temen a las vacunas entenderían que no hay nada que temer.
Pero vivimos en un tiempo donde el miedo tiene más alcance que cualquier gráfico. Donde una figura pública sin formación científica puede generar más dudas que un comité de expertos. Donde un video alarmista en redes sociales viaja más rápido que la verdad. Y ese miedo, repetido millones de veces, se vuelve convincente incluso para padres que solo buscan proteger a sus hijos.
Por eso quiero partir de una confesión importante: yo también sentí miedo.Cuando nació mi hija Clara, experimenté una mezcla de felicidad profunda y un nivel de vulnerabilidad que nunca había sentido. De repente, un ser diminuto dependía casi por completo de mí. Como cualquier madre o padre, solo quería protegerla.
Cuando llegó el momento de sus primeras vacunas, yo, pediatra formada, convencida y defensora de la evidencia, también dudé. ¿Y si ella era uno de esos casos rarísimos con una reacción grave? ¿Y si le dolía demasiado? ¿Y si...?
El miedo no siempre obedece a la razón. Y aunque sabía perfectamente, desde el punto de vista científico, que las vacunas eran la mejor decisión, como madre tuve ese nudo en el estómago que muchos padres conocen bien.
Después de conversarlo con mi esposo y con su pediatra, decidimos vacunarla con todas las vacunas recomendadas. Incluso covid-19 (Clari siempre cuenta con orgullo que tiene cinco dosis). Hoy Clara tiene ocho años, está sana, es feliz, ama la gimnasia y sueña con ser diseñadora de modas. Y cada vez que la veo correr o reírse, pienso: este futuro también lo deseo para todos los niños.
Comparto esta versión corta de nuestra historia por una razón sencilla: si yo, siendo pediatra, sentí miedo, ¿cómo no van a sentirlo otros padres que no viven rodeados de evidencia todos los días? El miedo no nos hace ignorantes; nos hace humanos.
En estos últimos años, he visto cómo la conversación pública sobre vacunas se ha ido contaminando de desinformación. No siempre malintencionada, pero sí dañina. Y ese ambiente de duda se infiltra en todo: en chats de padres, en comentarios de redes, en conversaciones de pasillo, en titulares que buscan clics más que claridad.
A veces siento que la ciencia habla en un idioma y el miedo en otro. Y tristemente, el miedo suele tener mejor amplificación.
Pero la realidad —la que no genera likes ni polémicas— es firme: las vacunas salvan vidas, protegen comunidades enteras y han transformado la historia de la humanidad más que casi cualquier otro avance médico.
No lo digo solo como pediatra. Lo digo como madre que también atravesó el miedo y salió del otro lado con más convicción. Vacunar es elegir darles a nuestros hijos un futuro con menos riesgos y más oportunidades.
Mientras algunas figuras públicas alimentan dudas, la evidencia hace exactamente lo contrario: nos muestra, una y otra vez, que las vacunas son seguras y que son una de las herramientas más poderosas que tenemos para proteger a quienes más amamos.
A los padres que hoy se sienten inquietos, confundidos o temerosos, les digo: no están solos. Tener dudas es normal. Preguntar es sano. Y conversar es necesario.
Aquí estoy, no para ganar un debate, sino para acompañar desde la empatía, la información confiable y la experiencia de ser mamá y pediatra al mismo tiempo. Porque, al final, todos queremos lo mismo: niños que crezcan sanos, seguros y felices.
La autora es pediatra.
Sigue leyendo...