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Rodolfo Aliaga
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El servicio de correos es un puente y un punto de encuentro; en general funciona en espacios que emanan un aura de solemnidad y calidez al mismo tiempo, que también encuentro en las bibliotecas. Son un lugar al que todos podemos acudir para enviar o recibir algo que nos importa de alguna manera.
En La Paz, hace tiempo teníamos una eficiente empresa de correos, en el Edificio de Comunicaciones, una construcción importante, diseñada por Juan Carlos Calderón (+), uno de nuestros arquitectos mayores. Tristemente, descriterios estatales adulteraron luego su magnífica fachada con pantallas gigantes y rejas. Trabajé ahí en los años 90 como funcionaria del Ministerio de Transportes y Comunicaciones; viajaba por el país y siempre volvía con varios rollos fotográficos para revelar. Una vez, el director del correo me pidió una foto del Sajama para una serie de estampillas. Acepté encantada y luego descubrí que omitieron mi nombre. Aún guardo la estampilla… y la molestia.
También vea Narrativas: marcando diferencias
Volviendo al correo, en Bolivia una de nuestras insólitas rarezas —que sorprende incluso a quienes creen haberlo visto todo— es que no tenemos empresa de correos. La desidia, la corrupción y la ignorancia destruyeron este servicio básico; creo que en la última década recibí quizá el 10% de lo que me enviaron, siendo incluso que hubo anuncios rimbombantes de “modernización postal” cuyos resultados desconozco.
Es cierto: hoy todo es digital, veloz y visual, pero somos un país que, en pleno siglo XXI, dejó morir su servicio postal y olvidamos que fue creado oficialmente un 3 de agosto de 1825, apenas tres días antes de la independencia. Muy mal.
Fue en 1990 que el gobierno transformó la antigua Dirección General de Correos en ECOBOL, siguiendo recomendaciones internacionales para modernizar la institución, pero ya entonces arrastraba problemas que terminaron explotando en 2015, cuando se reveló un daño económico de más de 100 millones de bolivianos, deudas millonarias y un largo historial de procesos administrativos. En 2018, cerraron ECOBOL y crearon la Agencia Boliviana de Correos. Por lo que sé, hasta 2020, la disolución seguía inconclusa.
Doscientos años de independencia sin un servicio postal confiable, pese a que debería ser tan esencial como el agua o la luz. La correspondencia —esa forma tan humana de comunicación— nos fue arrebatada con descuido y cinismo.
Y acaso más urgente aún: somos una sociedad que lee y escribe cada vez menos. Cultivar el hábito epistolar sería una grata manera de ayudarnos a despertar de este largo letargo intelectual. Escribir a mano nos obliga a pensar, elegir palabras, ordenar emociones. Una carta es un objeto único, cargado de intención, de memoria y de afecto. En un mundo de mensajes instantáneos y desechables, devuelve profundidad y presencia.
La carta, con su voz íntima y su aparente sencillez, sigue siendo una poderosa herramienta narrativa: conecta vidas, emociones, preguntas, confesiones, revela secretos, desafía estructuras y crea cercanía.
Pero si todo esto no importara, queda una verdad práctica y contundente: necesitamos un servicio de correos que funcione. Para que enviar o recibir un libro o un regalo no sea una odisea cara, lenta y burocrática. Para que los turistas envíen postales. Para escribir a nuestras abuelas y abuelos. Para recuperar un derecho básico: comunicarnos sin obstáculos absurdos.
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En La Paz, hace tiempo teníamos una eficiente empresa de correos, en el Edificio de Comunicaciones, una construcción importante, diseñada por Juan Carlos Calderón (+), uno de nuestros arquitectos mayores. Tristemente, descriterios estatales adulteraron luego su magnífica fachada con pantallas gigantes y rejas. Trabajé ahí en los años 90 como funcionaria del Ministerio de Transportes y Comunicaciones; viajaba por el país y siempre volvía con varios rollos fotográficos para revelar. Una vez, el director del correo me pidió una foto del Sajama para una serie de estampillas. Acepté encantada y luego descubrí que omitieron mi nombre. Aún guardo la estampilla… y la molestia.
También vea Narrativas: marcando diferencias
Volviendo al correo, en Bolivia una de nuestras insólitas rarezas —que sorprende incluso a quienes creen haberlo visto todo— es que no tenemos empresa de correos. La desidia, la corrupción y la ignorancia destruyeron este servicio básico; creo que en la última década recibí quizá el 10% de lo que me enviaron, siendo incluso que hubo anuncios rimbombantes de “modernización postal” cuyos resultados desconozco.
Es cierto: hoy todo es digital, veloz y visual, pero somos un país que, en pleno siglo XXI, dejó morir su servicio postal y olvidamos que fue creado oficialmente un 3 de agosto de 1825, apenas tres días antes de la independencia. Muy mal.
Fue en 1990 que el gobierno transformó la antigua Dirección General de Correos en ECOBOL, siguiendo recomendaciones internacionales para modernizar la institución, pero ya entonces arrastraba problemas que terminaron explotando en 2015, cuando se reveló un daño económico de más de 100 millones de bolivianos, deudas millonarias y un largo historial de procesos administrativos. En 2018, cerraron ECOBOL y crearon la Agencia Boliviana de Correos. Por lo que sé, hasta 2020, la disolución seguía inconclusa.
Doscientos años de independencia sin un servicio postal confiable, pese a que debería ser tan esencial como el agua o la luz. La correspondencia —esa forma tan humana de comunicación— nos fue arrebatada con descuido y cinismo.
Y acaso más urgente aún: somos una sociedad que lee y escribe cada vez menos. Cultivar el hábito epistolar sería una grata manera de ayudarnos a despertar de este largo letargo intelectual. Escribir a mano nos obliga a pensar, elegir palabras, ordenar emociones. Una carta es un objeto único, cargado de intención, de memoria y de afecto. En un mundo de mensajes instantáneos y desechables, devuelve profundidad y presencia.
La carta, con su voz íntima y su aparente sencillez, sigue siendo una poderosa herramienta narrativa: conecta vidas, emociones, preguntas, confesiones, revela secretos, desafía estructuras y crea cercanía.
Pero si todo esto no importara, queda una verdad práctica y contundente: necesitamos un servicio de correos que funcione. Para que enviar o recibir un libro o un regalo no sea una odisea cara, lenta y burocrática. Para que los turistas envíen postales. Para escribir a nuestras abuelas y abuelos. Para recuperar un derecho básico: comunicarnos sin obstáculos absurdos.
(*) Isabel Navia Quiroga es comunicadora y periodista
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