Bruno, el POETA de la calle

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Fausto Segovia Baus

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Don Correcto

Se llamaba Bruno. Recuerdo bien. Su nombre, de resonancia italiana, no compaginaba con su talante. De talla mediana, ultramoderno, rockero y fornido –parecía que alzaba pesas por su espalda triangular y sus brazos con tremendas pepas-, Bruno era un joven quiteño especial, habitante de las barriadas de este Quito señorial, en este bello país, el Ecuador.

Bruno fue mi amigo de juventud, a quien conocí en la calle: el lugar más libre del mundo. Sí. Para Bruno la calle era su espacio vital, en la que, deambulada, conversaba y buscaba su pan a su manera. ¡El pan de la palabra!


Siempre le vi sonriente. Su risa delataba su espíritu. Le gustaba jugar fútbol, pero su pasión era la poesía. Escribía poemas en paredes –como en los tiempos de la revolución de mayo, en París-; también en servilletas y papelitos recortados con tijera. En una ocasión me enseñó su obra de arte: un “acordeón” formado por papelitos unidos por cinta adhesiva, cuyo contenido no era otro que versos, de muy diversa laya: controvertidos, contestatarios, únicos. Es que Bruno era único, diferente: miembro de esa especie rara que produce, de vez en cuando, la ciudad dormida.

A los “acordeones” de papel –que de vez en cuando musicalizaba con su voz a lo Gardel- siguió una idea genial. Bruno imprimió su obra poética en un mimeógrafo barato. Los plegables eran sus “productos” que vendía en plazas y calles del centro histórico de Quito. Bruno era un juglar moderno: jovial, a veces burlón, satírico y creativo –pero nunca violento-, que no tenía dificultad en pararse sobre una piedra o un cajón de frutas vacío para decir su voz. Aunque siempre vestía blue jean –odiaba a los gringos-, su indumentaria se completaba con camisetas de colores y zapatos tenis blancos. ¡Un peinado afro bien recortado completaba su estampa!

  • “Mujer, bendita mujer, que llegaste a mis ojos. Tu hermoso cabello y tu cuerpo esbelto son la golosina para mis instintos. Quiero tu sonrisa, tu aliento y tu quejido. Siempre estaré a la espera, mujer bendita”.
  • “Oigo tus pasos. Presiento tu vida cercana. Ven a mis brazos, y devuelve alegría a mis instantes”.
  • “¡Cielo! Veo en el firmamento tu figura llena de algodones y ternura, como ángel divino que no me deja vivir. ¡Cielo! Eres mi sueño idolatrado por la duda y la esperanza…”

¡Bruno, el poeta de la calle, era así, pensaba así, escribía así!

¡La calle era su universo! Nos hicimos amigos porque yo le ayudé, en varias ocasiones, a vender sus poemas… a veinte centavos. Mientras recitaba sus versos, la frente de Bruno se llenaba de sudor. Sus ojos se abrían desorbitados, su voz gutural se amplificaba, mientras sus brazos abiertos se erguían por el espacio, como el Nazareno, crucificado y resucitado. ¡Bruno llegaba al éxtasis!


Terminado el acto –que duraba media hora- venían los aplausos, y la recogida de monedas en una gorra. Bruno se secaba el sudor y las lágrimas, y se sentaba en una vereda a contar los centavos. Yo, en cambio, llevaba el control de los papeles. Y sentados, platicamos sobre la vida y sus motivaciones. Y las mías también, por supuesto.

¡Y el negocio de vender poemas florecía! Más poesías y más papeles mimeografiados. Y más espectáculos al aire libre, que llenaban el corazón de Bruno y de la gente, que escuchaba con admiración. ¿De dónde salió este muchacho original?, preguntó un adulto mayor en voz baja.

“En estos tiempos de hambruna general –económica y ética- no hay más remedio que vender ilusiones”, expresaba Bruno. Los temas de Bruno giraban sobre el amor, el dolor, la tristeza y la pobreza del mundo. Un poema –nunca olvidaré- se titulaba “Poemamor”, que era la simbiosis de una propuesta estética que llegaba a los cerebros y a los corazones:

-“Amar es vivir; es soledad y alegría, esperanza y angustia. Amar es también morir, porque la otra cara del amor es el dolor. Es disfrutar, transformar y desaparecer cuando nadie lo espera”.

¡Oxímoron, al estado puro!

Bruno debió estar enamorado, pensé. Pero nunca le vi con una chica. Sus musas estaban ausentes. Mejor dicho: estaban presentes en sus versos que, alguna vez, debía recogerlos en un libro. Pero Bruno tenía otra meta: recorrer el mundo con su palabra. Visitar países, descubrir –antes que conquistar- de la mano amorosa de su poesía. Y de sus musas.

-“Amor es desamor”, decía Bruno con frecuencia.

Cada semana le encontraba a Bruno, en una plaza del centro de Quito, cuando salía yo del colegio. Y en más de una ocasión regresamos juntos a casa, en la línea de buses Colón-Camal. Bruno se reía cuando recordaba que la línea de buses correspondía al camal y el matadero, porque la gente viajaba, literalmente, como sardina. Y con puercos, en ocasiones. No había más: el micro costaba un sucre y para nosotros era mucho dinero. Bastaba el popular.

Un día le noté a Bruno con olor a trago. Y no me gustó, lo confieso. En otra ocasión vino mareado, y sus poemas se desparramaban por el suelo, cuando no tenía ayuda. Las ausencias de Bruno se hacían ostensibles. ¿Bruno estará enfermo? Pasó el tiempo, comenzó el período de exámenes, y Bruno desapareció. Uno de los últimos poemas de Bruno fue premonitorio: “El poema de los adioses”.


Cada quien tomó su rumbo. Yo opté por la Universidad, en el norte de la ciudad, y él seguía en su ritual semanal en el centro histórico. Después de unos años de viajes cruzados –pero no de olvido- una noticia me paralizó el alma. Bruno fue encontrado muerto en un solar abandonado, en Guayaquil, en una “casa” que había construido con cartones. Las paredes estaban decoradas con flores secas y numerosos poemas escritos con diferentes lápices, marcadores y colores en forma desordenada. ¡Su legado estaba allí! Bruno se alimentaba de basura y de ilusiones, y nadie se preocupó por él. Y siguió escribiendo poemas, en su hogar supremo: la tierra -que no le dio oportunidades-, y el cielo sin límites.

¡Yo sentí dolor de conciencia!

Pienso que Bruno fue un ser de otro planeta, una persona de inteligencia superior a muchas que andan con títulos sonoros, pero nada en los sesos. Bruno fue mi amigo, y sigue siendo mi amigo de juventud. Estas amistades son eternas, ¿verdad?

Gracias a Bruno y sus pedacitos de papel empecé a amar al amor. Gracias a Bruno y su oratoria profunda, a sus oxímorones que todavía los escucho, que dan sentido al silencio sonoro. Gracias a Bruno por esos momentos gratificantes de búsquedas y encuentros.

¡Bruno, está en el Olimpo, junto a los dioses!

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