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Rodolfo Aliaga
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El poder político tiene un extraño encanto: embellece, seduce, transforma. De pronto, quien lo ostenta, se vuelve admirable, irresistible, casi infalible. Se convierte en el visionario, en el estratega perfecto, en el que siempre tiene la última palabra. Y a su alrededor aparecen aduladores que celebran cada gesto, justifican cada error y repiten cada frase como si fuera una verdad absoluta.
Así nace la ilusión de grandeza: una burbuja que lo envuelve todo.
Revise también: El pan nuestro de cada día… subvención sin Sabor
Al inicio, el poder sabe a gloria. Todo el mundo te escucha, te aplaude, te busca. Estás rodeado de quienes se apresuran a interpretar tus silencios, a completar tus frases, a defender incluso aquello que nunca dijiste. Pero luego llega la meseta: ese momento peligroso en el que lo excepcional se vuelve rutina y la soberbia comienza a confundirse con convicción.
Es entonces cuando uno empieza a creer que nada puede salir mal, que todas las decisiones son correctas, no porque lo sean, sino porque nadie osa contradecirlas.
Pero el poder, como la moda, tiene temporadas. Hoy estás in; mañana estás out. Y cuando llega el declive —porque siempre llega—, también aparece la verdad. Primero en murmullos tímidos, luego en críticas abiertas. Hasta que un día, cuando ya es demasiado tarde, el poderoso descubre algo que sus aduladores jamás le advirtieron: que es humano, falible y que cometió errores que nadie se atrevió a señalar.
Y peor aún: que aquellos pocos que sí le dijeron la verdad fueron apartados, marginados, expulsados de su círculo. Solo entonces, en la soledad final del poder, uno entiende que la lealtad que compró con cargos y privilegios jamás fue auténtica.
La escena vivida recientemente por el expresidente del país —su aprehensión, su traslado a celdas policiales, su caída abrupta del pedestal en que lo colocaron durante años— es el recordatorio más crudo de esta realidad. Ayer lo levantaban en hombros, hoy apenas unos cuantos se atreven a mencionar su nombre, y solo una voz intenta todavía defenderlo. ¿Dónde quedaron aquellos que le juraban lealtad eterna? ¿Dónde están quienes vociferaban en su nombre y disfrutaban de las mieles del poder?
Muchas familias enteras vivieron del Estado gracias a él. Muchos hicieron carrera política a su sombra. Pero ahora, en su hora más difícil, ninguno parece dispuesto a escribir una carta, a dar una conferencia, a salir a las calles para repetir el viejo grito que antes se escuchaba con fervor: “¡Lucho, no estás solo, carajo!”
El poder desnuda. El poder prueba. El poder revela quién está por convicción y quién estuvo por conveniencia.
Y lo que estamos viendo hoy no es solo la caída de un hombre: es la caída de una cultura política basada en la adulación, el silencio cómplice y la obediencia ciega.
Como sociedad, es momento de reflexionar. El poder debe servir para construir, no para perpetuarse. Debe rodearse de honestidad, no de servidumbre. Debe aceptar la crítica como una forma de cuidado, no como una amenaza.
Porque un país no puede seguir repitiendo el mismo ciclo: líderes endiosados, aduladores oportunistas y caídas que terminan en soledad moral.
El poder pasa. La ética queda. Y en política, como en la vida, lo único que sobrevive es la verdad.
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Al inicio, el poder sabe a gloria. Todo el mundo te escucha, te aplaude, te busca. Estás rodeado de quienes se apresuran a interpretar tus silencios, a completar tus frases, a defender incluso aquello que nunca dijiste. Pero luego llega la meseta: ese momento peligroso en el que lo excepcional se vuelve rutina y la soberbia comienza a confundirse con convicción.
Es entonces cuando uno empieza a creer que nada puede salir mal, que todas las decisiones son correctas, no porque lo sean, sino porque nadie osa contradecirlas.
Pero el poder, como la moda, tiene temporadas. Hoy estás in; mañana estás out. Y cuando llega el declive —porque siempre llega—, también aparece la verdad. Primero en murmullos tímidos, luego en críticas abiertas. Hasta que un día, cuando ya es demasiado tarde, el poderoso descubre algo que sus aduladores jamás le advirtieron: que es humano, falible y que cometió errores que nadie se atrevió a señalar.
Y peor aún: que aquellos pocos que sí le dijeron la verdad fueron apartados, marginados, expulsados de su círculo. Solo entonces, en la soledad final del poder, uno entiende que la lealtad que compró con cargos y privilegios jamás fue auténtica.
La escena vivida recientemente por el expresidente del país —su aprehensión, su traslado a celdas policiales, su caída abrupta del pedestal en que lo colocaron durante años— es el recordatorio más crudo de esta realidad. Ayer lo levantaban en hombros, hoy apenas unos cuantos se atreven a mencionar su nombre, y solo una voz intenta todavía defenderlo. ¿Dónde quedaron aquellos que le juraban lealtad eterna? ¿Dónde están quienes vociferaban en su nombre y disfrutaban de las mieles del poder?
Muchas familias enteras vivieron del Estado gracias a él. Muchos hicieron carrera política a su sombra. Pero ahora, en su hora más difícil, ninguno parece dispuesto a escribir una carta, a dar una conferencia, a salir a las calles para repetir el viejo grito que antes se escuchaba con fervor: “¡Lucho, no estás solo, carajo!”
El poder desnuda. El poder prueba. El poder revela quién está por convicción y quién estuvo por conveniencia.
Y lo que estamos viendo hoy no es solo la caída de un hombre: es la caída de una cultura política basada en la adulación, el silencio cómplice y la obediencia ciega.
Como sociedad, es momento de reflexionar. El poder debe servir para construir, no para perpetuarse. Debe rodearse de honestidad, no de servidumbre. Debe aceptar la crítica como una forma de cuidado, no como una amenaza.
Porque un país no puede seguir repitiendo el mismo ciclo: líderes endiosados, aduladores oportunistas y caídas que terminan en soledad moral.
El poder pasa. La ética queda. Y en política, como en la vida, lo único que sobrevive es la verdad.
(*) Tommy Pérez es economista
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