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Rodolfo Aliaga
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En los últimos días se han conocido acuerdos entre el Ministerio de Educación y las representaciones de varios sectores sindicales y sociales. El primero se refiere a la nueva convocatoria para el ingreso a las Escuelas de Formación de Maestros y Maestras (ESFM), y el segundo a la Resolución 001/2026 sobre la reglamentación de la gestión escolar.
Ambos fueron presentados lamentablemente como logros de la dirigencia del magisterio urbano, pero requieren ser analizados porque no proponen avances en el marco del derecho a la educación y a un enfoque de justicia social.
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El Ministerio indicó que a partir de la gestión 2026, se modificarán radicalmente las condiciones de ingreso a las instituciones de formación docente. Según el acuerdo, “el nuevo modelo de admisión busca garantizar un proceso ágil y transparente”. Nadie podría oponerse a la necesidad de fortalecer la transparencia en un proceso tan importante. Si existen antecedentes de corrupción, corresponde investigarlos y sancionarlos, en lugar de utilizarlos como argumento político.
El anuncio, además, añade que la convocatoria será “inclusiva y basada en la meritocracia”. Se establece que todos los postulantes deberán rendir un examen en igualdad de condiciones, y que el acceso será gratuito para aspirantes de pueblos indígena originarios y personas con discapacidad. Aquí surgen las dudas: ¿qué entiende el ministerio por “inclusivo” cuando lo vincula directamente con la meritocracia? La experiencia histórica muestra que la denominada “meritocracia” constituye una reivindicación de los sectores tradicionalmente privilegiados y profundiza las desigualdades al excluir a los más desfavorecidos.
Un examen único sustentado en la meritocracia puede parecer garantía de transparencia y calidad, pero si no se acompaña de políticas de inclusión, se convierte en un mecanismo que reproduce las desigualdades sociales, educativas y culturales. Centrarse únicamente en el “mérito” ignora que las condiciones de origen (económicas, territoriales, lingüísticas o de género) determinan las posibilidades reales de demostrar ese mérito. Lo que se presenta como un proceso justo puede terminar legitimando privilegios bajo la apariencia de objetividad. La verdadera democratización del acceso a la formación docente exige equilibrar la valoración del esfuerzo individual con medidas de inclusión que reconozcan la diversidad y compensen las brechas estructurales.
La Constitución del Estado Plurinacional, la Ley 070 y la reglamentación de las Escuelas de Formación Docente establecían modalidades diferenciadas de acceso: examen general, pueblos indígenas con dominio de idioma originario, deportistas destacados, personas con discapacidad sin impedimento para la docencia, pueblos vulnerables y bachilleres destacados. Estos criterios revertían las desventajas que genera un examen único aplicado a estudiantes con diferencias estructurales. Los sectores más alejados y marginados difícilmente podían competir en igualdad de condiciones, para acceder a las normales y universidades. Por eso se aplicaba lo que se conoce como discriminación positiva o acción afirmativa, que favorece temporalmente a grupos históricamente excluidos para corregir desigualdades y garantizar una verdadera igualdad de oportunidades.
La decisión de imponer un examen único como requisito de ingreso a las Escuelas de Formación de Maestros, constituye un claro retroceso en materia educativa. Aunque se presente como un mecanismo de transparencia, en realidad desconoce las desigualdades de origen que condicionan las posibilidades de los postulantes. Al uniformar criterios sin considerar las diferencias sociales, culturales y económicas, se excluye a los sectores más vulnerables y se debilitan los avances logrados en inclusión. En lugar de democratizar el acceso, esta medida retrocede a la época neoliberal de la Ley 1565, que destruyó a las Normales al licitarlas a las universidades, de esa manera se quiere volver a la formación docente como un espacio exclusivo para quienes ya cuentan con ventajas estructurales, afectando así el derecho a la educación como bien público y social.
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El Ministerio indicó que a partir de la gestión 2026, se modificarán radicalmente las condiciones de ingreso a las instituciones de formación docente. Según el acuerdo, “el nuevo modelo de admisión busca garantizar un proceso ágil y transparente”. Nadie podría oponerse a la necesidad de fortalecer la transparencia en un proceso tan importante. Si existen antecedentes de corrupción, corresponde investigarlos y sancionarlos, en lugar de utilizarlos como argumento político.
El anuncio, además, añade que la convocatoria será “inclusiva y basada en la meritocracia”. Se establece que todos los postulantes deberán rendir un examen en igualdad de condiciones, y que el acceso será gratuito para aspirantes de pueblos indígena originarios y personas con discapacidad. Aquí surgen las dudas: ¿qué entiende el ministerio por “inclusivo” cuando lo vincula directamente con la meritocracia? La experiencia histórica muestra que la denominada “meritocracia” constituye una reivindicación de los sectores tradicionalmente privilegiados y profundiza las desigualdades al excluir a los más desfavorecidos.
Un examen único sustentado en la meritocracia puede parecer garantía de transparencia y calidad, pero si no se acompaña de políticas de inclusión, se convierte en un mecanismo que reproduce las desigualdades sociales, educativas y culturales. Centrarse únicamente en el “mérito” ignora que las condiciones de origen (económicas, territoriales, lingüísticas o de género) determinan las posibilidades reales de demostrar ese mérito. Lo que se presenta como un proceso justo puede terminar legitimando privilegios bajo la apariencia de objetividad. La verdadera democratización del acceso a la formación docente exige equilibrar la valoración del esfuerzo individual con medidas de inclusión que reconozcan la diversidad y compensen las brechas estructurales.
La Constitución del Estado Plurinacional, la Ley 070 y la reglamentación de las Escuelas de Formación Docente establecían modalidades diferenciadas de acceso: examen general, pueblos indígenas con dominio de idioma originario, deportistas destacados, personas con discapacidad sin impedimento para la docencia, pueblos vulnerables y bachilleres destacados. Estos criterios revertían las desventajas que genera un examen único aplicado a estudiantes con diferencias estructurales. Los sectores más alejados y marginados difícilmente podían competir en igualdad de condiciones, para acceder a las normales y universidades. Por eso se aplicaba lo que se conoce como discriminación positiva o acción afirmativa, que favorece temporalmente a grupos históricamente excluidos para corregir desigualdades y garantizar una verdadera igualdad de oportunidades.
La decisión de imponer un examen único como requisito de ingreso a las Escuelas de Formación de Maestros, constituye un claro retroceso en materia educativa. Aunque se presente como un mecanismo de transparencia, en realidad desconoce las desigualdades de origen que condicionan las posibilidades de los postulantes. Al uniformar criterios sin considerar las diferencias sociales, culturales y económicas, se excluye a los sectores más vulnerables y se debilitan los avances logrados en inclusión. En lugar de democratizar el acceso, esta medida retrocede a la época neoliberal de la Ley 1565, que destruyó a las Normales al licitarlas a las universidades, de esa manera se quiere volver a la formación docente como un espacio exclusivo para quienes ya cuentan con ventajas estructurales, afectando así el derecho a la educación como bien público y social.
(*) Roberto Aguilar Gómez es docente investigador de la UMSA y exministro de Educación
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